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INCONSCIENTE COLECTIVO: NAYIB BUKELE

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Nayib Bukele es un fenómeno en la política de manera indiscutible, pero eso NO necesariamente significa que sea una opción viable para cambiar el rumbo del país. Prometer cualquiera puede, opinar diferente también, acabar con la corrupción es un discurso absolutamente trillado, gobernar para el pueblo, hasta el mismo candidato de derecha ha jurado que esta vez sí lo hará; pero tener la capacidad de cumplir al pueblo votante en su gestión presidencial, es algo que sinceramente nunca ningún candidato ha logrado, y el mayor ejemplo para refrescarnos la memoria, se encuentra “exiliado” en Nicaragua, viviendo de la comodidad de los “cambios” que -con el mismo perfil de Nayib- lo llevaron al poder. Actualmente, la mayoría de los fenómenos políticos, han sido figuras “outsiders” que han visualizado oportunidades de llegar al poder, en medio de la confusión y “asqueo” de la población por la política tradicional: Donald Trump en Estados Unidos o Jimmy Morales en Guatemala son un ejemplo, y ninguno de ellos ha resultado ser un cambio de dirección en las aspiraciones de país, y al contrario, parece ser que la medicina resulta ser peor que la enfermedad que el sistema político tradicional tiene. Estamos totalmente de acuerdo en algo: se debe poner fin a los esquemas políticos tradicionales llenos de corrupción, nepotismo e incapacidad, pero la pregunta que debemos hacernos es: ¿a qué precio? Yo creo de deben seguir leyendo para aclarar dudas sobre el precio que este candidato celeste desea establecer. Y por ello, y de manera técnica o documental, descifro los antecedentes, actualidad y futuro de este candidato político.

1.UNA LARGA CAMPAÑA PRESIDENCIAL. La aspiración a la presidencia de Nayib, nace en el 2012, pero se profundiza a su llegada a la Alcaldía de San Salvador en 2015. Lo que pocos han logrado entender es que su apuesta por la Presidencia solo deja en claro el poco interés que tiene por continuar mejorando las obras que ha comenzado (en Nuevo Cuscatlán se mantuvo solo un periodo y el evidente abandono de la posibilidad de seguir gobernando y mejorando San Salvador, ya que hubiera ganado como candidato de cualquier partido al que hubiera apostado). Nayib ha pretendido la Presidencia desde hace años y ver su publicidad en todo el país señalando sus “obras como Alcalde”, solo reflejan la intención deliberada de promoverse hacia una oportunidad en el poder ejecutivo. Así mismo, la gestión en la Alcaldía de San Salvador fue la más clara propaganda política de este aspirante a la presidencia. Una de las primeras evidencias que revelan a Nayib como un político tradicional, lejos de su imagen de innovador que desea vender, es el uso que hizo de los fondos públicos de la municipalidad para promover su futuro político. La ciudad se llenó del “celeste” en banderas, anuncios y láminas, que posteriormente ha sido el color e imagen de los partidos a los que representa (Nuevas Ideas y Gana).

2. SU AFINIDAD A MENTIR (O DIGAMOS A SOBREDIMENSIONAR) Desde la victoria de Nayib en Nuevo Cuscatlán en 2012, su afinidad por “manipular, sobredimensionar o quizá hasta mentir sobre sus logros” por encima de los datos y la realidad, parece ser un elemento propio de su forma de ser. En esa elección municipal, manifestó haber arrebatado a ARENA la alcaldía con una tendencia de 20 puntos de diferencia. Los datos del TSE son claros: solo fueron 5 puntos la diferencia. Luego, en San Salvador en 2015, su mismo #Team Nayib, promulgaba una ventaja de más de 20 puntos en la elección de la Alcaldía contra el candidato de ARENA. El resultado, el mismo de siempre, a pesar del triunfalismo de Bukele, la diferencia real fue de 3 puntos porcentuales. ¿Lo que importa es quién ganó? No, lo que importa es observar la actitud de soberbia electoral con la que un candidato arriba al poder y que debe respetar a ese porcentaje que no votó por él, sea del partido que sea, ahí comienza la alternancia, la democracia y la tolerancia en el poder.

Esa misma historia se está repitiendo en el escenario de las elecciones presidenciales que actualmente vivimos: una promoción indiscriminada de encuestas (muchas de ellas poco creíbles) que reflejan una victoria “contundente” de Nayib para el 2019, pero según la historia y los resultados reales, las elecciones terminan más apretadas de lo que aparentan en las encuestas, los números no mienten. En una entrevista, el mismo Bukele dijo: “las encuestas son el resultado de un momento, pero en política las cosas cambian de un momento para otro”. Parece ser que el predicador de la anti-política, ya no piensa igual, y hoy piensa que “sus” encuestas son “Palabra de Dios”.

3. REDES SOCIALES Y EL NACIMIENTO DE “UN FAKE SOCIAL”. De manera importante hago mención de su inflada imagen en las redes sociales. De acuerdo a su perfil de Twitter, le siguen 484 mil personas, la mala noticia para Nayib es que uno perfectamente puede verificar esos perfiles y darse cuenta que, miles de sus seguidores son falsos, que no son personas que “twittean” sino “fakes” y obviamente solo se los crean para mantener vivo el mito de su inexplicable popularidad. Ese espejismo “tonto e infantil” de su histórico liderazgo en las redes sociales le puede salir caro, a la gente no se le engaña, porque de esos políticos tenemos y en colección interminable. Pruébelo, es fácil y las evidencias están a la vista.

4. LA ANTI-POLITICA Y LA CORRUPCIÓN. Bukele sumó multitudes de principio a fin al mostrarse como una figura “anti política” desde el cómodo sitio de su sillón en Facebook Live. Su discurso se basó en señalar los errores de los gobiernos pasados y presentes, señalar la corrupción como modelo de gobernar, y fomentar el odio hacia la política tradicional. Su gestión como Alcalde la vendió como un modelo de resultados concretos bajo el eslogan: “el dinero alcanza cuando nadie se lo roba”. Aun así, hay que anotar que sus proyectos obviamente carecen de una orientación a la consulta ciudadana, y procede simplemente de acuerdo a lo que él considera “que el pueblo necesita”, típico del pensamiento anarquista, que de paso me permite preguntarle: ¿Ud necesita un Aeropuerto en La Unión?

A medida que la campaña electoral ha avanzado, la imagen del Nayib “antipolítico” ha empezado a desaparecer de manera precipitada, y su figura se acerca cada vez más a las de los políticos tradicionales que conocemos: sus evidentes relaciones con políticos o círculos con pasado nefasto, tanto de ARENA que tanto odia, como del Frente que tanto critica; personajes  oscuros que no le abandonan y son parte de su “día a día” y que por lo visto, serian parte del Gobierno del país; lanzarse como candidato de GANA a sabiendas de la imagen de dicho partido y la recurrente mentira de que el Tribunal no le permitió inscribir a su adorada Nuevas Ideas. Un poco de paciencia le hubiera venido bien, aún está joven.

Otro de los aspectos que han manchado la trayectoria de Nayib son los casos de corrupción (creamos o no en ellos) que la Corte de Cuentas, la Fiscalía, ARENA, el Frente y la misma CSJ han difundido. No voy a meterme en líos ideológicos, pero como dice el dicho: “cuando el río suena…”.  Con ello manifiesto estar claro que la gestión de Nayib tampoco ha sido la diferente a las tradicionales formas de gobernar, y rodeado de un selecto grupo de “incapaces y corruptos”, no puedo imaginar un gobierno de Bukele transparente y capaz.

5. BULLYING POLÍTICO O EL FOMENTO DEL ODIO ELECTORAL. Todos estamos cansados de las campañas sucias, o quizá nos hemos acostumbrado a ellas, y esta elección no ha sido la excepción. Quienes esperaban que Nayib hiciera algo a la altura, han comenzado a decepcionarse: difusión de noticias falsas, ejercito de troles atacando figuras contrarias, discursos incendiarios contra sus oponentes, manipulación hacia las masas, pocas o nulas propuestas reales y concretas para su futuro gobierno, son lo que el partido de la Golondrina ha ofrecido como menú principal en estas elecciones. Nayib es parte del odio electoral típico de las campañas, la seducción del poder no le hizo ser capaz de alejarse de este mal.

6. CONCLUSIÓN. El fenómeno Nayib Bukele, se diluye semana tras semana, es fuerte sí, pero no como para pensar en que más de la mitad de los votantes estén pensando en votar por él, y como advertí a colegas cercanos: la campaña electoral salvadoreña es el reflejo de lo que realmente los candidatos “son”: es cruel y saca el peor lado de las intenciones políticas. Nayib Bukele no sobrevivió a su figura de innovador y “sex-simbol” de las masas, ahora deberá enfrentar en condiciones iguales a ARENA o al Frente en las elecciones del 2019. Nadie ha tenido la culpa, si sos político honesto (Como AMLO en México o Mujica en Uruguay), cualquier acusación o calumnia se esfuma, y no te daña, pero si son acusaciones más o menos sustentadas, dinamitan la popularidad del candidato celeste y los votantes, por lo tanto, vuelven a sus cauces naturales, así funciona el sistema electoral. El fenómeno Nayib duró lo que duró, no creo que llegue tan fuerte al “Dia D”, ya que las tormentas arrecian y su paraguas de “honorabilidad” y “capacidad” parece haberse roto. Oírlo hablar fuera de la cámara, sin oportunidad de ser asesorado o lejos de su área de confort, ha sido una decepción total: frases sin sentido, acusaciones en vez de propuestas, la trillada idea de vender populismo barato, por lo que mi sentido común me señala: no tiene capacidad para gobernar, lo cual es un riesgo de país, y debido a su idolátrico “perfeccionismo”, no creo que algún día lo vaya a estar. Como dijo Nietzsche: “Todo idealismo frente a la necesidad es un engaño”.

 

 

 

 

 

Guillermo Gómez es un Consultor Senior, Economista y Máster en Política Económica Internacional con experiencia en la elaboración de políticas públicas y formulación de proyectos. Posee más de 10 años de experiencia (2005 a la fecha) como Experto en monitoreo y evaluación, planificación estratégica y evaluaciones económicas y sociales, así como diagnósticos y análisis de programas y proyectos.

 

 

 

 

 

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Imaginando una potente interposición sacra

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Por: Lisandro Prieto Femenía

«La guerra es un fracaso de la política y de la humanidad, una capitulación vergonzosa, una derrota frente a las fuerzas del mal.»- Papa Francisco, Encíclica Fratelli Tutti, No. 261 (3 de octubre de 2020).

La imagen de la guerra, con su cruda realidad de destrucción y deshumanización, a menudo nos empuja a la desesperanza. Pero, hace un tiempo un hombre sabio me propuso imaginar un escenario que fracturaría esta situación: ¿qué pasaría si, en el epicentro de la vorágine, emergiera un acto de audacia moral tan radical que sacudiera los cimientos de la lógica bélica? En cada hombre, y por extensión en cada sociedad, se libra una lucha perenne entre el bien y el mal. Las guerras, tristemente, no son gestadas por dirigentes como Putin, Trump o Netanyahu por razones humanitarias o en busca del bien común. No debemos ser ingenuos: son impulsadas por la fría ambición de poder político y económico, sin importar en absoluto las vidas humanas que se pierden en la contienda —a veces millones—, las familias truncadas, los desplazados, los mutilados, etc. Esa profunda falta de humanismo es la marca de quienes orquestan la guerra, revelando una perversión en sí misma, motivada exclusivamente por intereses económicos y políticos.

Imaginemos por un instante una escena, quizás utópica en su idealismo, pero profundamente reveladora en su potencia simbólica, en la cual, en medio del intercambio incesante de misiles israelíes e iraníes, más unos cuantos drones y cohetes de los degenerados milicianos de Hamás, el Sumo Pontífice León XIV, con una convicción inquebrantable, decide cruzar las líneas del frente.

En esta visión distópica, casi apocalíptica, veríamos al Papa no en un púlpito o en un palacio apostólico, sino en las ruinas de Gaza, arrodillado sobre el polvo y los escombros que alguna vez fueron hogares, escuelas u hospitales. Su figura, símbolo de una fe que trasciende fronteras y dogmas, se alza frágil pero inmensa frente a la trayectoria inminente de los proyectiles. Con los brazos extendidos, o quizás con las manos juntas en señal de súplica, su voz resuena en un grito desesperado que busca ahogar el estruendo de esta ambiciosa guerra: «¡NO! ¡Haya paz!» Su presencia, un faro de humanidad en el epicentro de la barbarie, se interpone físicamente entre la furia de los misiles y la desolación de las ciudades asediadas y sus habitantes desahuciados. Proponer que el Papa lidere personalmente y de cuerpo presente en el conflicto, es un «decir basta» rotundo al mal, a la destrucción sin sentido, a la perversión inherente a la guerra.

Este acto, cargado de una inmensa fuerza moral y espiritual, nos obliga a contemplar la esencia de la guerra y la delgada fibra de nuestra humanidad. ¿Sería la figura del Papa, encarnación de la moral y la compasión universal, suficiente para que los dedos de quienes aprietan los gatillos duden? ¿Detendría un piloto de un F-16 o un operador de dron su misión al ver la silueta de León XIV en el objetivo, o los milicianos de Hamás pausarían sus lanzamientos al presenciar tal sacrificio? Esta hipotética interposición no solo detendría el fuego, sino que pondría a prueba la misma lógica de la beligerancia, preguntándonos si hay un límite moral que ni siquiera la brutalidad del conflicto se atrevería a cruzar. La situación nos confronta con la tesis de Carl von Clausewitz, quien en su obra fundamental De la Guerra (1832) afirmó que «la guerra no es más que la continuación de la política con otros medios». Si este acto del Sumo Pontífice tuviera éxito en detener la violencia, ¿significaría que la política y la moralidad tienen un medio superior, capaz de trascender la propia guerra?

La imagen del Papa en el campo de batalla no es meramente un acto de heroísmo, sino una provocación profunda a las conciencias e intereses. Algunos podrían tacharlo de ingenua quijotada, un gesto insignificante ante la implacable maquinaria de guerra y los intereses geopolíticos. Sin embargo, otros lo percibiríamos como un acto de valentía suprema, una manifestación pura de la conciencia moral que busca despertar la humanidad dormida en el fragor de la batalla. Esta acción radical nos fuerza a inquirir sobre la prevalencia de los imperativos morales frente a la inercia de la estrategia militar y la seguridad nacional. ¿Podría la empatía y la compasión dictar una pausa, un momento de reflexión que rompa el ciclo de la venganza?

La posibilidad de un acto así, de un líder espiritual interponiéndose físicamente en un conflicto armado, no es enteramente ajena a nuestro imaginario cultural. Se vienen a mi mente dos escenas sublimes de la ficción, como las retratadas en la aclamada serie «The Young Pope», donde el enigmático Pío XIII (Jude Law) avanza con una calma sobrenatural hacia una escuela con niños rehenes, logrando que su sola presencia detenga el enfrentamiento. De manera similar, en «The New Pope», presenciamos a un ficticio Juan Pablo III (John Malkovich) confrontando el horror crudo de un devastador ataque terrorista al visitar el lugar mismo de la tragedia, donde su voz se eleva en un potente y desgarrador «¡No!» ante la violencia y el sufrimiento allí vertido. Estas representaciones cinematográficas, si bien no se acercan a la realidad, anclan la poderosa idea de que una figura inmensa de autoridad moral, incluso desprovista de poder material, puede ejercer una influencia transformadora. Nos invitan, en definitiva, a considerar si esa potente fuerza simbólica, esa profunda fe en la conciencia ajena, podría efectivamente trascender el cálculo brutal de la guerra e inspirar un cese a la violencia.

Más allá de una interrupción momentánea, la cuestión fundamental radica en si un acto simbólico podría catalizar un cambio real en la dinámica del conflicto. ¿Podría sembrar la semilla de una reflexión más profunda en los líderes y las poblaciones, obligándolos a confrontar el costo humano y moral de sus acciones? Para las poblaciones civiles, ya sea en Gaza, Irán o Israel, este gesto podría ser la materialización de una esperanza largamente anhelada o, paradójicamente, una dolorosa revelación de la impotencia ante la barbarie. Mediante esta ficción reflexiva y su correspondiente simbología poderosa, se nos invita a considerar si la mera figura de autoridad espiritual podría forzar un replanteamiento de los objetivos bélicos y un retorno a la senda de la democracia o la confirmación de la decadencia total de la humanidad en su conjunto.

La puesta en escena de un acto tan disruptivo debe ser, para ser verdaderamente contundente y efectiva, necesariamente sorpresiva, impidiendo que los servicios de inteligencia puedan neutralizarla. Su difusión debe ser universal y en directo, garantizando que el mundo entero sea testigo de la interposición. Y el Pontífice no debería estar solo: su figura ha de ir acompañada de las verdaderas víctimas del conflicto, posicionándose en el lugar central de los hechos. Esta imagen busca no solo hacer reflexionar a aquellos «perversos» que dirigen la guerra, sino algo mucho más potente: busca movilizar a la humanidad toda, que no quiere ni necesita ninguna guerra, y hacer que diga «¡basta!» —y basta para siempre. En ese sentido, la potencia de la figura papal, como bien señalaba un personaje como Voiello en la ficción precitada, reside en la conciencia colectiva de sus mil quinientos millones de seguidores. Un ataque a su líder, en tal circunstancia de simbolismo puro, no sería perdonado, despertando el corazón y la mente de millones de cristianos y católicos que quizás hoy profesan una fe teórica, una caridad de pacotilla. ¿Qué clase de caridad cristiana es ver que matan a millones de indefensos por intereses espurios, para luego irme a la cama a rezar un par de avemarías y dormir como un tronco, inmerso en un absoluto individualismo cínico? El cristiano cree que la vida sigue igual, y no es así; los que mueren y sufren son semejantes, hermanos en Cristo.

La pregunta sobre la efectividad de una interposición papal se extiende con igual urgencia al conflicto entre Ucrania y Rusia, donde la devastación, el desplazamiento masivo y la pérdida de vidas son una constante diaria. Aquí, la complejidad es aún mayor, con una confrontación de gran escala entre potencias militares y una dimensión territorial y soberana ineludible. ¿Qué forma tomaría una acción significativa del Pontífice en este escenario?

Si León XIV decidiera visitar las ruinas de Mariupol o interponerse en la línea del frente en el Donbás, su acto no solo sería un grito moral, sino un desafío directo a la Realpolitik que subyace a la invasión. Su presencia allí, desarmada y vulnerable, podría exponer la cruda verdad de la agresión y la resistencia, forzando a los actores a confrontar la humanidad de sus adversarios. ¿Sería la conciencia del liderazgo ruso o ucraniano, por un instante, capaz de anteponer la vida humana a los objetivos militares o territoriales? La historia nos ha mostrado que, en la brutalidad de la guerra moderna, incluso los símbolos más poderosos pueden ser ignorados o utilizados para la propaganda mezquina. Sin embargo, el riesgo de dañar una figura tan venerada podría ser un cálculo político de alto costo, capaz de influir en las decisiones de ataque o defensa.

Estas hipotéticas interposiciones, ya sea en Gaza o en Ucrania, plantean la cuestión de la autoridad moral en un mundo secularizado y multipolar. ¿Tiene la fe aún el poder de detener las balas? La visión de un líder espiritual arriesgando su vida por la paz no solo desafía a los beligerantes, sino que interpela a la comunidad internacional. Demuestra que la inacción no es una opción, que la indiferencia es complicidad y que la búsqueda de la paz es una responsabilidad compartida, no delegable solo a la diplomacia o militar. En los actuales escenarios de devastación, la figura del Pontífice se erige como un recordatorio de que, más allá de la política y la geopolítica, persiste una dimensión trascendente de la moralidad humana, una que clama por el fin del avasallamiento impune y asqueroso sobre la dignidad humana.

Ahora bien, no solo en el cine y las series podemos encontrar aliento. La historia de la Santa Sede está marcada por numerosos esfuerzos por mitigar conflictos, a menudo a través de una diplomacia discreta pero persistente. Un ejemplo paradigmático lo tenemos nosotros mismos, los argentinos, en la mediación de Juan Pablo II en el conflicto del Beagle con Chile a finales de los años 70 y principios de los 80. Cuando ambas naciones estaban al borde de una guerra por la soberanía de unas islas en el Canal de Beagle, la intervención de Su Santidad, a través de su enviado personal, el cardenal Antonio Samoré, logró detener las operaciones militares y sentar las bases para un tratado de paz que evitó un derramamiento de sangre masivo. El Papa actuó como un árbitro moral y político a la distancia, utilizando el peso de su autoridad moral y espiritual para facilitar el diálogo y el entendimiento entre gobiernos militarizados.

Sin embargo, el acto que imaginamos en Gaza, Irán o Ucrania trasciende con creces esta diplomacia tradicional. No se trata de una mediación negociada desde los confines del Vaticano, ni del envío de un emisario con mensajes de paz. Se trata más bien de una interposición in situ, un acto de presencia física vulnerable y directa en el epicentro de la confrontación. Esta diferencia es crucial, porque el Papa, en nuestra hipótesis, no busca sólo el cese de las hostilidades a través de la negociación, sino que se convierte él mismo en el punto de fricción moral, en el obstáculo humano para la continuación de la violencia. Es un cambio de paradigma: de la influencia diplomática a la encarnación viva del imperativo de la paz. Este gesto, si bien puede parecer desesperado, es en su esencia un llamado a la conciencia que busca despertar una respuesta humana inmediata, incluso cuando las estructuras políticas y militares parecen haber olvidado el valor intrínseco de cada vida. En la historia hemos visto que al mundo lo han dirigido muchos perversos, malignos, que destruyen vidas como si ellos fueran los que deciden quiénes viven y quiénes mueren. Nadie les debe haber dado esa facultad, sino que la han tomado ellos mismos gracias a la imbécil pasividad de los buenos, de ese famoso rebaño de «boludos» que no hacen nada. Pues bien, es hora de que alguien se les pare de manos, y el Papa es el indicado.

En definitiva, amigos míos, la imagen de un Pontífice arrodillado entre misiles, gritando por la paz en las ruinas de la desolación es, en su raíz, un acto de fe. No solo fe religiosa, sino fe en la capacidad de la humanidad para detener su propia autodestrucción. Este escenario hipotético-ficticio, que desafía la lógica implacable de la avaricia geopolítica, subraya una verdad fundamental a menudo subestimada en el cálculo del poder: la inmensa autoridad moral que una figura como el Papa puede ejercer.

Más allá de la oración y de los llamados a la paz emitidos desde el balcón de San Pedro, León XIV posee una investidura única, apoyada por una comunidad de más de mil quinientos millones de católicos en todo el mundo. Esta vasta congregación no es solo un número; es una red de influencia espiritual y moral que impregna sociedades y culturas y, en última instancia, las conciencias individuales de millones de personas, incluyendo a muchos de aquellos que están en posiciones de poder. El poder de interceder, de movilizar la conciencia global y de personificar el clamor por la paz, no debe ser subestimado. Cuando la diplomacia corrupta tradicional languidece y la razón estratégica prevalece sobre la vida humana, un gesto de tal magnitud, una interposición in situ que desafíe la sed de muerte de la guerra, podría ser el catalizador inesperado que rompa con el ciclo interminable de la violencia naturalizada. Cristo en su momento hizo esto: se expuso a las fuerzas del mal para crear la doctrina del amor y de la paz. No podemos seguir pidiendo amor y paz a los perversos en forma «elegante», ingenua diría, porque se nos ríen en la cara. Pero ponerlos en ridículo, en la posición de tener que decidir si atacar cuando el mismísimo Papa está «poniendo el pecho a las balas», no solo hace reflexionar a los perversos, sino algo mucho más potente: hace que la humanidad diga “¡basta!”. Es también el recordatorio de que los seres humanos, incluso en sus momentos más oscuros, albergamos la capacidad de elegir la compasión sobre la confrontación, la razón sobre la venganza y la paz sobre el abismo del exterminio.

Lisandro Prieto Femenía
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina

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¿Cómo podemos, como individuos y sociedad, fomentar una cultura que valore la verdad y el pensamiento crítico en un entorno cada vez más propenso a la desinformación y las realidades subjetivas, y así reconstruir la confianza en la palabra?

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Está claro que vivimos en un mundo donde la información fluye sin cesar y la opinión a menudo se confunde con el hecho, emergiendo así un fenómeno que al menos a mí me resulta inquietante: la mitomanía social, la creación y adhesión a realidades fabricadas, cimentadas en la mentira. Este no es un mero capricho individual, sino un síntoma alarmante de una crisis más profunda: la devaluación de la verdad en la era patética de las post verdad. Nos encontramos en un precipicio donde el subjetivismo extremo y el relativismo absurdo amenazan con desintegrar los cimientos de la comprensión compartida, erosionando con ello el valor intrínseco de la palabra.

La mentira, junto con su contraparte, la verdad, ha sido una preocupación central para la filosofía desde su nacimiento. Platón, en su diálogo “La República”, ya nos advertía sobre los peligros de la falsedad, especialmente cuando se disfraza de verdad para manipular la opinión pública. Para él, la verdad no es un constructo subjetivo del lenguaje, sino una realidad trascendente, accesible a través de la razón. En contraste, la mentira nos aleja de esa realidad, sumiéndonos en un mundo de sombras y engaños. Concretamente, en la obra precitada, afirma que “si alguien es capaz de percibir lo bello en sí mismo, y de percibir todas las cosas que participan de lo bello, sin confundir lo bello en sí con lo que participa de lo bello, ni lo que participa de lo bello con lo bello en sí, ¿no diremos que éste es un hombre despierto, y no un soñador?” (Platón, La República, Libro V, 476c). Así, Platón está marcando la distinción entre realidad y apariencias, una demarcación fundamental para la comprensión de la verdad y la falsedad.

Ahora bien, es preciso que pensemos en la era de la post verdad como un fertilizante para la fábrica de mentiras masivas y la normalización y trivialización de la mentira como estilo de vida cotidiano. Nuestra contemporaneidad ha exacerbado esta problemática al promover una suerte de licencia para la invención: el sentimiento y la emoción priman sobre la evidencia, y la resonancia con las creencias preexistentes se vuelve más valiosa que la veracidad de los hechos. Como señala Harry Frankfurt en su ensayo titulado “Sobre la Falsedad” (traducción de On Bullshit, 2005), la mentira no es lo mismo que la “patraña”. Mientras que el mentiroso busca deliberadamente ocultar la verdad, el que profiere patrañas “no se preocupa en absoluto por la verdad. Ni siquiera miente, porque al mentir la verdad le importa. Simplemente está inventando cosas”, o sea, es un patán. En este escenario, la indiferencia hacia la verdad es quizás más peligrosa que la propia falsedad, pues anula cualquier incentivo para su búsqueda y defensa. Frankfurt lo explica con precisión al indicar que “la ‘patraña’ no es una mentira. El mentiroso y el que dice ‘patrañas’ pretenden que su discurso represente las cosas como son, y por lo tanto, ambos engañan. Pero lo hacen de diferentes maneras: el mentiroso intenta que sus afirmaciones sean creídas por su audiencia, mientras que el patán que dice ‘patrañas’ no se preocupa en absoluto por la verdad” (Op. cit., 2005, p. 55).

Este relativismo desenfrenado, donde “mi verdad” es tan válida como “tu verdad”, sin importar la evidencia empírica o la coherencia lógica, es una afrenta directa a la tradición filosófica que ha buscado un fundamento sólido para el conocimiento. Aristóteles, en su “Metafísica”, sostenía que “decir de lo que es que no es, o de lo que no es que es, es falso, mientras que decir de lo que es que es, y de lo que no es que no es, es verdadero” (Aristóteles, Metafísica, Libro IV, Capítulo 7, 1011b26-27).

Tengamos en cuenta que la concepción clásica de la verdad como correspondencia con la realidad ha sido el ancla de nuestra capacidad de discernir y construir conocimiento de manera colectiva. No es una simple aseveración, es, de hecho, el pilar sobre el que se erigió y se sigue sosteniendo el edificio de la ciencia moderna. Esta idea, que la verdad de una proposición radica en su adecuación a los hechos o a un estado de cosas en el mundo, es el fundamento metodológico que distingue el conocimiento científico de otras formas de saber.

Desde sus inicios, la ciencia occidental ha operado bajo la premisa de que existe una realidad externa, independiente de nuestra percepción, y que el objetivo del conocimiento científico es describir, explicar y predecir esa realidad de la manera más precisa posible: este principio se traduce en la búsqueda de la objetividad. No se trata de lo que creemos que es verdad, ni de lo que sentimos que es verdad, sino de lo que es verdad en un sentido verificable y contrastable.

La ciencia, en su esencia, es un proceso de observación empírica y experimentación. Cada experimento, cada medición, cada hipótesis puesta a prueba, busca determinar si una afirmación (una teoría, una ley) se corresponde o no con lo que ocurre en el mundo real. Cuando un científico formula una hipótesis, está proponiendo una posible correspondencia entre una idea y un fenómeno. El proceso científico subsiguiente- la recopilación de datos, el análisis, la replicación de experimentos por otros investigadores- es un esfuerzo colectivo para verificar si esa correspondencia se mantiene.

Por ejemplo, cuando el gran Isaac Newton formuló sus leyes del movimiento y gravitación universal, no las propuso como meras ideas agradables y convenientes. Las postuló como descripciones de cómo el universo realmente funciona. La validez de estas leyes se estableció a través de su capacidad para predecir con exactitud el comportamiento de los objetos celestes y terrestres, es decir, por su correspondencia con la realidad observable. Si las predicciones de las leyes de Newton no se hubieran correspondido con las observaciones astronómicas o los experimentos en la Tierra, habrían sido descartadas o modificadas.

De igual manera, en la medicina, cuando se desarrolla un nuevo fármaco, su eficacia no se basa en la fe o en la buena voluntad, sino en ensayos clínicos rigurosos. Estos experimentos buscan establecer una correspondencia verificable entre la administración del fármaco y un efecto medible en la salud del paciente. Si esta correspondencia no se demuestra con datos empíricos, el fármaco directamente es desaprobado.

Como hemos intentado demostrar, la concepción de la verdad como correspondencia es, en definitiva, lo que permite que la ciencia sea acumulativa y autocorrectiva. Los descubrimientos anteriores sirven de base para nuevas investigaciones porque se asume que las verdades establecidas se corresponden a aspectos fiables de la realidad. Cuando nuevas evidencias sugieren una falta de correspondencia, las teorías se revisan, se mejoran o se reemplazan. Este mecanismo de autocorrección es vital y se apoya en la premisa de que hay una realidad objetiva a la que nuestras teorías deben adaptarse, y no a la inversa. Sin esta concepción fundacional, la ciencia se disolvería en un mar de opiniones y narrativas subjetivas; si la verdad fuera meramente un constructo social sin anclaje en lo empírico, no habría forma de distinguir una teoría científica de una creencia pseudocientífica o de una invención personal. Así, la objetividad y la intersubjetividad, cruciales para que el conocimiento científico sea compartido y validado por una comunidad global de investigadores, dependen intrínsecamente de la búsqueda de esa correspondencia.

Volviendo a nuestro problema, lo que más nos preocupa de esta coyuntura es la lamentable tolerancia que tenemos los seres humanos hacia la mentira. Pareciera que ser mentiroso hoy en día no es un problema, un estigma, sino un rasgo más de la personalidad, o incluso una habilidad estratégica en ciertos ámbitos. La desvergüenza y el engaño se han normalizado y el juicio social hacia quienes operan en la falsedad ha disminuido drásticamente. El problema no es sólo que se mienta, sino que a menudo el mentiroso sale impune, e incluso es recompensado, lo que refuerza este ciclo pernicioso. Esta promoción del subjetivismo, donde cada quien fabrica su “propia verdad” sin anclaje en lo verificable, desdibuja los límites entre lo real y lo ficticio, haciendo que la deshonestidad se perciba como una simple diferencia de perspectiva moral.

Tengamos en cuenta que cuando cada individuo se convierte en el arquitecto de su propia realidad, la palabra, el vehículo fundamental de la comunicación y el entendimiento mutuo, pierde su peso. Si lo que se dice no tiene una conexión con la realidad verificable, ¿qué valor posee? La promesa, el juramento, el testimonio, todos los pilares de la convivencia social y jurídica, se desmoronan cuando la palabra se vacía de su contenido verídico.

En este punto, las reflexiones de Friedrich Nietzsche se vuelven particularmente pertinentes. En su obra titulada “Sobre verdad y mentira en sentido extramoral” (1873), intentó desafiar la noción tradicional de una verdad universal y objetiva: para él, la verdad no es un descubrimiento, sino una invención humana, una “armada de metáforas, metonimias, antropomorfismos”. La verdad, en el sentido en que la entiende Nietzsche, es el resultado de un acuerdo social para la supervivencia y la convivencia, una convención lingüística que nos permite vivir en sociedad: “¿Qué es entonces la verdad? Una hueste en movimiento de metáforas, metonimias, antropomorfismos, en suma, un cúmulo de relaciones humanas que han sido realzadas, transferidas y adornadas poéticamente y retóricamente y que, después de un prolongado uso, un pueblo considera firmes, canónicas y vinculantes: las verdades son ilusiones de las que se ha olvidado que lo son; metáforas que se han vuelto gastadas y sin fuerza sensible; monedas que han perdido su troquelado y ahora son consideradas como metal y no ya como monedas” (Nietzsche, F.,1873).

La perspectiva nietzscheana, a menudo malinterpretada como un cheque en blanco para el relativismo absurdo, es en realidad una hermosa y profunda crítica a la ingenuidad con la que se asume la objetividad de la verdad. Sin embargo, en la era de la post verdad, esta crítica puede ser peligrosamente tergiversada para justificar la proliferación de la mitomanía. Si “toda verdad es una ilusión”, entonces ¿por qué no crear nuestras propias ilusiones, nuestras propias “realidades” a la medida de nuestros deseos? La respuesta de Nietzsche a esto no es un nihilismo que anule toda validez, sino un llamado a la honestidad intelectual y a la voluntad de poder que busca la superación y la creación de valores vitales, no el autoengaño cómodo. La mitomanía, al fabricar realidades cómodas y sin fundamento, es precisamente lo contrario de esa voluntad de poder que se atreve a enfrentar la dureza de lo real. El problema no es Nietzsche, son los nietzscheanos.

Frente a esta marea de subjetivismo y patrañas naturalizadas, la filosofía tiene un papel crucial. No se trata de regresar a dogmas inamovibles, sino de reafirmar la importancia del rigor intelectual, el pensamiento crítico y la búsqueda honesta de la verdad. Como diría Kant, la razón debe ser nuestra guía, instándonos a “pensar por uno mismo” y no aceptar verdades prefabricadas sin un examen crítico. La ética de la creencia, es decir, la responsabilidad moral que tenemos al formar y mantener nuestras creencias, se vuelve más urgente que nunca. Recordemos que en su ensayo titulado “¿Qué es la Ilustración”, Kant exhorta: «¡Sapere aude! ¡Ten el valor de servirte de tu propio entendimiento!» (Kant, I. (1784), convirtiéndose así en un llamado perenne a la autonomía intelectual frente a la heteronomía del pensamiento ajeno o la ceguera autoimpuesta por la creencia infundada.

En fin, queridos lectores, la mitomanía social no es un simple problema psicológico de los tantos patanes que nos rodean, sino que se trata de un síntoma de una sociedad que ha comenzado a perder su ancla en la realidad compartida. Reafirmar el valor de la verdad, la importancia de la evidencia y la necesidad de un lenguaje que aspire a la precisión y no a la manipulación, es una tarea filosófica, educativa y cívica impostergable. Solo así podremos reconstruir los puentes del entendimiento y evitar que la realidad se disuelva en un mar de invenciones y caprichos personales.

Lisandro Prieto Femenía
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina

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El Eternauta: la esperanza ante la erosión de la comunidad

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Por: Lisandro Prieto Femenía

«‘Nadie se salva solo.'» – El Eternauta

Tuve que esperar un tiempo prudencial para pronunciarme al respecto de la nieve mortal que cae sobre Buenos Aires en “El Eternauta”. No se trata solamente de un fenómeno meteorológico catastrófico, sino que es una metáfora escalofriante de una crisis mucho más profunda y real: la erosión de los valores que cimentan la comunidad y la esperanza. La obra maestra de Héctor Germán Oesterheld y Francisco Solano López, representa una distopía que ha trascendido generaciones y que nos invita a reflexionar sobre la fragilidad de los lazos sociales y la imperante necesidad de reavivar los códigos morales que nos definen como humanidad. La reciente adaptación de Netflix, aunque con sus propias interpretaciones, no hace sino subrayar la vigencia de esta reflexión en un mundo que a menudo, sin importar la época, parece caminar al borde del abismo.

En el corazón de la narrativa del Eternauta yace la desintegración de lo familiar y lo social. La invasión alienígena, lejos de ser un mero telón de fondo de ciencia ficción, actúa como un catalizador que expone las fisuras preexistentes en el tejido social argentino de los años 50’ y 60’, y por extensión, en cualquier sociedad presa de la indiferencia y el egoísmo exacerbado. La figura del “hombre-robot”, despojado de su voluntad y convertido en un instrumento de la voluntad ajena, no es una simple creación fantástica, sino que simboliza el eco de una humanidad que, en su desorientación y apatía, renuncia a su propia autonomía y a su capacidad de empatizar. Es, en definitiva, una advertencia que rige hasta nuestros días, en un mundo donde la polarización y la desinformación amenazan con transformar a los individuos en patéticos autómatas al servicio de intereses ajenos.

Oesterheld, un autor indiscutiblemente comprometido con su tiempo, no escatimó en la crítica social. Su visión de la resistencia, encarnada en Juan Salvo y sus compañeros, no es la de héroes invencibles, sino la de personas comunes que, a pesar de sus miedos y debilidades, eligen la solidaridad frente a la desesperación. Es en este punto donde la obra se eleva del ámbito de la mera aventura para convertirse en un tratado filosófico sobre la ética de la supervivencia y la importancia de la acción colectiva. Como señaló oportunamente Ricardo Piglia en su ensayo titulado “El último lector”, Oesterheld “propone una lectura de la historia argentina como un drama colectivo, donde el individuo es una parte de un todo, y su destino está ligado al destino de la comunidad” (Piglia, 2000, p. 115). Desde esta perspectiva, la lucha de Salvo no es por la gloria personal, sino por la supervivencia de su familia y, por extensión, de la humanidad.

La crisis de valores se manifiesta en la obra a través de la fragilidad de las instituciones y la ceguera ante el peligro inminente. La inacción inicial, la incredulidad ante la amenaza, la falta de una respuesta unificada, son reflejos de una sociedad que, sumida en sus propias trivialidades e intereses mezquinos, ignora las señales de alerta. Esta analogía es dolorosamente pertinente en nuestro presente, donde la negación de los problemas globales como el impacto de nuestra forma de vida en el ambiente, las desigualdades socioeconómicas o la polarización política, parece ser una constante. La “nieve” de la indiferencia y el individualismo, como en la historieta, amenaza con sepultarnos a todos bajo su manto gélido e incompasivo.

Sin embargo, “El Eternauta” no es una obra apocalíptica. A pesar de la sombría atmósfera, Oesterheld introduce la chispa de la resistencia y la solidaridad. La unión de Salvo con Favalli, Lucas y el resto de los supervivientes es la demostración palpable de que la cooperación y la confianza son los únicos antídotos contra la desintegración. La reconstrucción de la comunidad, aunque sea en un escenario terrible, se convierte en el motor de la supervivencia. Es un llamado a la acción muy potente, pero también, terriblemente olvidado permanentemente: “nadie se salva sólo”.

La hermosa obra de arte precitada, más allá de su envoltorio de ciencia ficción, nos confronta con interrogantes filosóficos fundamentales sobre la naturaleza humana, la ética de la supervivencia y la disolución de los lazos comunitarios. Repito, la “nieve” no sólo destruye lo físico, sino que corroe la confianza y la solidaridad, dejando al descubierto la precariedad de una sociedad que, quizás, ya venía resquebrajándose.

Esta idea de que la crisis externa revela una crisis interna no es nueva en el pensamiento filosófico. Hannah Arendt, al analizar el fenómeno del totalitarismo, advertía sobre la “banalidad del mal” y cómo la pérdida de la capacidad de juicio moral individual puede conducir a la deshumanización. Si bien el contexto del Eternauta es distinto, la pasividad inicial ante la amenaza y la tendencia a la obediencia ciega en algunos “hombres-robot” se asemejan al consejo de Arendt sobre la erosión de la responsabilidad personal en la esfera pública. Con una actualidad extrema, nuestra autora postula en su obra “Eichmann en Jerusalén” (2003) que “la incapacidad de pensar no es una estupidez, es una ausencia de pensar, de la actividad de reflexionar sobre los propios actos y las propias palabras. Esto es lo que hace posible que hombres comunes hagan cosas extraordinarias en contextos perversos” (p. 287). Esta ausencia de pensar es, precisamente, lo que hace vulnerable a la comunidad ante la manipulación, sea alienígena o ideológica, y lo que socava la resistencia colectiva.

Por su parte, Zygmunt Bauman analiza la fragilidad de la comunidad frente al individualismo y a la indiferencia en su concepto de “modernidad líquida”, mediante el cual describe una sociedad donde los lazos sociales son efímeros y la solidaridad se disuelve en favor de una búsqueda individual de seguridad y placer. La atomización social que precede y acompaña a la invasión en el Eternauta, puede verse como un reflejo de esta liquidez, plasmada con claridad por nuestro autor al señalar “en la modernidad líquida, la lealtad es un bien escaso y la comunidad es más un proyecto de consumo que una red de obligaciones mutuas. Los lazos humanos se diluyen en relaciones de “red”, donde la conexión es temporal y fácilmente desechable” (Modernidad líquida, p. 15). Esta descripción de Bauman capta la esencia de una comunidad quebrada moralmente, donde la falta de compromiso mutuo se convierte en el talón de Aquiles ante cualquier adversidad.

También, es justo remarcar que la narrativa de Oesterheld nos ofrece la esperanza de una reconstrucción, un renacimiento de lazos a partir de la adversidad. La emergencia del grupo de Juan Salvo como un núcleo de resistencia y apoyo mutuo encarna la idea aristotélica de que el ser humano es un “animal político”, cuya plenitud se alcanza en la polis, en la vida en común. La lucha de Salvo no es sólo por la supervivencia física, sino por la reafirmación de la humanidad a través de la solidaridad y el sacrificio por el otro. En palabras del mismísimo Aristóteles en su “Política”, “el hombre es por naturaleza un animal social; y el que vive fuera de la sociedad por organización y no por azar es o un ser inferior o un ser superior al hombre (un animal, o un Dios)” (1253a).

La acción de Salvo y su grupo de amigos y compañeros es una encarnación de esta necesidad intrínseca de comunidad, incluso en las condiciones más extremas. Es en la acción colectiva donde se recupera el sentido de la dignidad y se reconstruyen las normas morales que la crisis había desdibujado. La lección del Eternauta, leída a través de estas lentes filosóficas, es que la esperanza no es un sentimiento pasivo, sino un imperativo moral que se actualiza en el compromiso activo con el otro y en la reafirmación constante de la comunidad como el único refugio frente a la deshumanización.

La cruda observación de Aldous Huxley que versa: “Quizá la única lección que nos enseña la historia es que los seres humanos no aprendemos nada de las lecciones que nos da la historia”, replica con inquietante precisión al trazar un paralelismo entre la crisis expuesta en el Eternauta y la reciente pandemia de COVID-19. La frase encapsula una verdad incómoda sobre nuestra capacidad colectiva para extraer sabiduría de la experiencia, especialmente ante catástrofes que exponen nuestras vulnerabilidades y fallas estructurales.

En el Eternauta, la nieve mortífera es el catalizador de una crisis que, como ya exploramos, revela la fragilidad de los lazos comunitarios y la ceguera ante la amenaza. La desconfianza e incredulidad, la desorganización y la búsqueda de soluciones individuales, como también la manipulación de la información por parte de los “Ellos”, tienen ecos perturbadores en nuestra experiencia pandémica. Al principio, la ignorancia, incredulidad y subestimación del virus fueron patentes. Las respuestas fragmentadas, a nivel global, revelaron la debilidad de ciertas estructuras de cooperación internacional y la primacía de intereses particulares sobre el bien común.

Recordemos las primeras semanas de la pandemia: la escasez de equipos de protección, la saturación de los sistemas sanitarios, la desinformación campante y la polarización social que a menudo dificultaba la implementación de medidas de salud pública. Este escenario evoca claramente la parálisis y el desconcierto que vivieron los personajes de Oesterheld. La cita de Huxley tiene relevancia justamente aquí: a pesar de las lecciones de epidemias pasadas- desde la Peste Negra hasta la Gripe Española-, la humanidad pareció tropezar con muchas de las mismas piedras, enfrentando desafíos similares en la coordinación, la comunicación y la priorización de la vida sobre la economía o la política.

Es que la tentación de mirar hacia otro lado, de negar la magnitud de la amenaza, o de buscar chivos expiatorios en lugar de dar soluciones colectivas, es una constante que el Eternauta ilustra de manera vívida y que la pandemia puso de manifiesto. Si bien hubieron ejemplos extraordinarios de solidaridad y sacrificio durante la crisis del COVID-19- análogos a la resistencia de Juan Salvo y su grupo-, también presenciamos la exacerbación de divisiones y la desintegración de la confianza en las instituciones y entre los ciudadanos.

El paralelismo se extiende a la capacidad de aprendizaje post-crisis. Tras la pandemia, surgieron promesas de fortalecimiento de los sistemas de salud, de mayor inversión en investigación científica y de una mejor preparación para futuras emergencias. Sin embargo, el tiempo dirá si estas promesas se traducen en un cambio duradero o si, siguiendo la máxima de Huxley, volveremos a caer en la amnesia colectiva, olvidando las duras lecciones en cuanto la amenaza se desvanece del primer plano mediático. Justamente, la historia del Eternauta nos advierte que el olvido y la negación de los problemas latentes sólo preparan el terreno para futuras y más devastadoras catástrofes. La esperanza reside, entonces, en romper ese ciclo huxleyano, en hacer de la memoria histórica un pilar fundamental para la construcción de una comunidad más resiliente y solidaria.

En la fantástica adaptación cinematográfica, aunque la atmósfera puede variar, la esencia de esta lucha por la comunidad se mantiene. La desesperación y la pérdida se contrastan con actos de valentía y sacrificio, remarcando la universalidad del mensaje de Oesterheld, aplicable a cualquier época y lugar. La serie, al actualizar el contexto visual y narrativo, no hace otra cosa que reforzar la idea de que la lucha por los valores humanos es un desafío atemporal: “lo viejo funciona, Juan”, y sí, siempre funciona, sólo alcanza con no olvidarlo y ponerlo en práctica.

En conclusión, queridos lectores, la nieve del Eternauta nos invita a una introspección profunda sobre algo que supera el relato de invasiones alienígenas y se centra en la advertencia siempre vigente del desmoronamiento social y las ansias de esperanza. La crisis de valores que pareciera comer los cimientos de nuestra sociedad no es una sentencia ineludible: las ruinas de Buenos Aires oesterheldiana son un espejo de nuestra propia vulnerabilidad, pero también un lienzo sobre el cual se puede dibujar un futuro distinto. La recuperación de los códigos morales que cohesionan a la comunidad no es una tarea titánica reservada a héroes míticos, sino una labor cotidiana, un compromiso con el otro, una decisión consciente de reconstruir los puentes que la indiferencia ha derrumbado. Porque si la historia del Eternauta nos enseña algo, es que la supervivencia no es un acto individual, sino una sinfonía de manos que se unen en la oscuridad, una prueba irrefutable de que, incluso cuando la nieve amenaza con enterrarnos, la luz de la esperanza aún puede encenderse en la solidaridad y el abrazo. El tiempo para la indiferencia debe terminar, es hora de recordar que sólo juntos, podemos deshacer el manto de oscuridad que ciega nuestras almas y nos conduce inexorablemente a la perdición.

Lisandro Prieto Femenía
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina

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