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Cuál es el conflicto genético que se desata en el embarazo y por qué generan complicaciones para el feto y la madre

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Aunque se asume que el embarazo es un fenómeno cooperativo y mutuamente beneficioso tanto para los padres como para el feto, los intereses de ambos están, de hecho, en conflicto.

Fiestas para recibir al nuevo bebé, fiestas en anticipación a su llegada. Hay muchas oportunidades para celebrar la transición de 40 semanas hacia la maternidad y la paternidad.

Con frecuencia, estas celebraciones asumen implícitamente que el embarazo es algo cooperativo y mutuamente beneficioso tanto para los padres como para el feto. Pero esta creencia oscurece una verdad más interesante sobre el embarazo: es posible que la madre y el feto no coexistan pacíficamente en el mismo cuerpo.

En el nivel más fundamental, existe un conflicto entre los intereses de los padres y los del feto. Si bien esto puede sonar como el comienzo de una película de suspenso, este conflicto genético es parte normal del embarazo, lo que lleva a un crecimiento y desarrollo típicos tanto durante el embarazo como a lo largo de la vida de un individuo (algo que en lo que se centra mi investigación).

Sin embargo, aunque el conflicto genético es normal, si no se controla, puede desempeñar un papel en las complicaciones del embarazo y en los trastornos del desarrollo.

2 modelos en conflicto

El embarazo generalmente se considera como un período en el que se crea un nuevo individuo a partir de una combinación unificada de los genes de sus padres. Pero esto no es del todo correcto.

Los genes que un feto obtiene de cada padre llevan instrucciones ligeramente diferentes para el desarrollo. Esto significa que hay planos contrastantes y, a veces, contradictorios sobre cómo construir el nuevo individuo.

El conflicto sobre qué modelo seguir para el crecimiento y desarrollo fetal es la esencia del conflicto genético que ocurre durante el embarazo.

Las mamás tienen que usar sus cuerpos para ayudar al feto a crecer durante el embarazo mientras que los papás no. Esto significa que los genes que el feto hereda de la madre no solo deben nutrir al feto actual, sino también tratar de mantener viva y saludable a la madre y asegurarse de que queden recursos para un posible embarazo futuro.

Estas reservas incluyen recursos biológicos como glucosa, proteínas, hierro y calcio, así como el tiempo y la energía necesarios para ayudar a sus hijos después del nacimiento a medida que crecen y se desarrollan.

Los genes del papá no tienen esta misma presión porque no usan sus cuerpos para ayudar al crecimiento del feto durante el embarazo. Los genes de un padre, entonces, no necesitan asegurar que alguien más que el feto actual prospere.

El ejemplo del batido

Para entender mejor esta situación, imagina que todos los recursos que una mamá puede dar a sus hijos vienen en forma de un batido. Una vez que se acaba el batido, a la mamá no le queda nada para darles a sus hijos.

Los genes maternos, por lo tanto, quieren que cada niño beba solo lo que necesita para crecer y desarrollarse. Esto asegura que el batido se pueda “compartir” entre todos los niños actuales y futuros.

Estas investigaciones han encontrado que la placenta, un órgano fetal responsable de todas las transferencias de recursos durante el embarazo, está dominada por genes expresados ​​paternamente.

Libera factores de crecimiento similares a la insulina derivados del padre que hacen que la madre sea menos sensible a su propia insulina y hormonas que aumentan la presión arterial materna, las cuales en última instancia aumentan la cantidad de recursos que el feto puede usar para crecer durante el embarazo pero tienen el potencial de dañar la salud de la madre.

Conflicto genético y complicaciones del embarazo

Si el conflicto genético no se controla, puede causar complicaciones en el embarazo para la madre y trastornos del desarrollo para el niño.

De hecho, existe un consenso cada vez mayor entre los investigadores de que algunas de las complicaciones del embarazo más conocidas, como la preeclampsia, la diabetes gestacional, los abortos espontáneos y los partos prematuros, pueden explicarse mejor por un conflicto genético no controlado.

A pesar del papel potencial que juega el conflicto genético en las complicaciones del embarazo, los tratamientos médicos actuales son más reactivos que proactivos. Una mujer embarazada debe mostrar signos de complicaciones antes de que puedan realizarse intervenciones y tratamientos médicos.

Saber cómo el conflicto genético no controlado contribuye a las complicaciones del embarazo podría proporcionar a los investigadores otra forma de desarrollar tratamientos que sean proactivos e, idealmente, preventivos.

Sin embargo, actualmente no existen tratamientos para las complicaciones del embarazo que consideren el conflicto genético.

Aunque la diabetes gestacional se puede atribuir a un conflicto genético subyacente, una mujer embarazada debe presentar niveles elevados de azúcar en la sangre antes de que los médicos puedan tratar el conflicto subyacente sobre la producción de insulina y el azúcar en la sangre.

Las experiencias de las personas embarazadas durante la pandemia de covid-19 brindan un ejemplo de por qué se necesita más investigación sobre el conflicto genético. Durante la pandemia, los médicos vieron tanto una disminución dramática en la cantidad de nacimientos prematuros como un aumento en la cantidad de mortinatos y abortos espontáneos.

Ambos tipos de complicaciones están influenciados por conflictos genéticos, pero las razones detrás de estas tendencias opuestas no están claras.

Como mujer que estuvo embarazada al principio de la pandemia, mi embarazo fue aterrador y estresante, lo pasé en casa lejos de las presiones de la vida “normal”.

Más investigación sobre el complejo proceso del embarazo y el papel del conflicto genético en las complicaciones podría ayudar a los investigadores a comprender mejor cómo los cambios provocados por la pandemia produjeron resultados de embarazo tan diferentes.

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Francisco: la revolución de la misericordia y los márgenes como centro

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Por: Lisandro Prieto

Parece ayer, pero el 13 de marzo de 2013, Jorge Mario Bergoglio, jesuita argentino, fue elegido como el primer Papa hispanoamericano, el primer jesuita y el primero en adoptar el nombre de Francisco. Desde aquel momento, el mundo católico supo que algo estaba cambiando. Su papado no fue uno de ruptura doctrinal, sino de un profundo viraje pastoral y teológico.

Con una eclesiología que devolvió la centralidad a los pobres, a los descartados y al planeta tierra mismo, Francisco redefinió el modo de ser Iglesia en el siglo XXI. Hoy, 21 de abril de 2025, a primeras horas del alba de Argentina, su muerte marca el fin de una era que nos deja ante el desafío de comprender su legado.

El núcleo de la teología de Francisco puede resumirse en su convicción de que «el tiempo es superior al espacio» (Evangelii Gaudium, §222), lo cual significa que la Iglesia debe abrir procesos antes que consolidar espacios de poder. Esta lógica temporal le permitió avanzar hacia una Iglesia abierta hacia afuera, no autorreferencial, volcada al encuentro con el otro, sobre todo con quien la está pasando mal.

En el corazón de esta visión, se halla su concepción de la misericordia, no como simple condescendencia sino como praxis radical que interpela a las estructuras: «La iglesia vive un deseo inagotable de brindar misericordia» («Misericordiae Vultus», 10), escribió al convocar al Jubileo de la Misericordia. Lejos de tratarse de un sentimentalismo superficial, Francisco quiso recuperar aquí una intuición profunda, heredada del gran Tomás de Aquino, que expresó que «la misericordia es la mayor de las virtudes porque es el efecto del amor divino» (cf. «Suma Teológica, II-II, q.30, a.4).

Esa misericordia nunca, escuchen, nunca es neutral: tiene un rostro concreto, el del pobre. Su famosa frase «¡Cómo me gustaría una Iglesia pobre para los pobres!» (Evangelii Gaudium, §198) no es una consigna, sino una postura teológica. En línea con la opción preferencial por los pobres, Francisco revalorizó las periferias como lugar de la revelación: no sólo el centro salva, sino que el margen interpela. Siguiendo a los profetas y a Jesús, que comía con pecadores y tocaba a los leprosos, el Papa propuso que la Iglesia no hablara desde arriba, sino con los que sufren.

Por su parte, uno de los gestos más disruptivos de su pontificado fue la publicación de Laudato Si (2015), encíclica que rompió los moldes al unir ecología, justicia social y espiritualidad. Inspirado en San Francisco de Asís, el Papa Francisco propuso una ecología integral, que denuncia tanto la devastación ambiental como la lógica del descarte humano: «No hay dos crisis separadas, una ambiental y otra social, sino una sola y compleja crisis socioambiental» («Laudato Si», 139).

El cuidado de la «casa común» no es una cuestión técnica, sino estrictamente moral. Aquí, Francisco introdujo una espiritualidad de la humildad frente a la creación divina, al expresar que «Descubrir cada criatura como una palabra de Dios» (Laudato Si’, §85), recuperando así la sensibilidad franciscana que estaba casi completamente ausente en gran parte de la teología moderna.

Sobre este último asunto en particular, es preciso señalar que su mirada no era ingenua: hay una crítica frontal al capitalismo depredador, al consumismo y a la indiferencia global. En un gesto muy poco común para un Papa, llegó a sostener que «esta economía mata» (Evangelii Gaudium, §53). Desde una perspectiva filosófica, podríamos sostener que Francisco realizó un desplazamiento ético: lo común ya no es sólo lo compartido entre los hombres, sino también con la Tierra, los animales, el clima, lo creado.

También, Francisco promovió con fuerza una «conversión pastoral» de toda la Iglesia. Su impulso hacia una Iglesia sinodal- es decir, una Iglesia que camina unida y escucha- supuso una crítica implícita al clericalismo que reduce el Evangelio a norma y poder: «El clericalismo aula la personalidad de los cristianos y tiende a minimizar la gracia bautismal» (Discurso al Comité Ejecutivo del CELAM, 28/7/2013).

En la línea de Congar, Rahner y De Lubac, el Papa creyó que el sensus fidei del Pueblo de Dios no es inferior al magisterio jerárquico. De ahí su apertura a la consulta, al discernimiento comunitario, al respeto por la diversidad cultural. Como diría el teólogo argentino Rafael Tello, que influyó en su pensamiento: «El pueblo creyente tiene una sabiduría teológica que nace del sufrimiento y la esperanza» Pues bien, Francisco intentó llevar ésto al Vaticano y a todas las parroquias del mundo.

Para cerrar, queridos lectores, sólo nos queda plantear la siguiente pregunta: ¿qué queda de Francisco? Su muerte deja abierta la duda de si fue comprendido en su tiempo. Quizás, no tanto. Su insistencia en la misericordia fue confundida con el relativismo; su opción por los pobres, con populismo; su sinodalidad, con debilidad institucional. Sin embargo, su legado no puede medirse por reformas estructurales ni por dogmas promulgados. Lo verdaderamente revolucionario de Francisco fue su testimonio: eligió vivir y morir con sencillez, habló sin miedo y se puso siempre del lado de los últimos de la fila.

Lo que queda, entonces, no es tanto una doctrina nueva, sino un modo de ser católico. Un modo más parecido a Jesús de Nazaret, que no escribió tratados, sino que caminó con los que sufrían. Quizá, como decía Simone Weil, «la atención verdadera es la forma más rara y más pura de generosidad». Francisco ejerció esa atención. Y ahora, el mundo mira hacia Roma, esperando si esa atención- que él volvió central- seguirá iluminando el camino de la Iglesia.

Lisandro Prieto Femenía.
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina

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«Domingo Santo: La esperanza vence a la muerte»- Lisandro Prieto Femenía.

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“Solo donde hay resurrección puede haber esperanza verdadera, y no solo consuelos temporales.”
Benedicto XVI (Introducción al cristianismo, 1968, p. 291)

No es casual que ayer, Sábado Santo, no me haya pronunciado en absoluto. No es olvido ni indiferencia, sino más bien una actitud de espera, luto y fe contenida. Es un día en el que la Iglesia calla, acompaña a María en su dolor indecible, y permanece junto al sepulcro sellado. No se celebra la Eucaristía, no hay palabras de júbilo, no hay predicación, porque el Verbo hecho carne, ha sido entregado al silencio de su muerte terrenal. Por eso, hemos elegido no emitir opinión: cualquier palabra resulta presuntuosa frente al abismo del dolor de la Madre, y a la conmoción del mundo que ha visto morir al Justo.

El Papa Benedicto XVI, en el año 2006, describió este día con excelentísima claridad, al declarar que «el Sábado Santo es el día del escondimiento de Dios, el día de la gran mudez. Dios ha muerto en la carne y ha descendido a los abismos de la muerte. Un silencio nuevo y profundo se ha instaurado, y en ese silencio, Dios ha hablado por medio de su amor» (Benedicto XVI, «Homilía en la Vigilia Pascual, 2006). Se trata de un silencio que no es vacío, porque está completamente cargado de esperanza. Como María, la Iglesia aguarda, guarda y sufre. Pero espera. La espera del Sábado Santo es la matriz que da sentido al Domingo, porque cuando todo parecía consumado, irrumpe la aurora de la Resurrección, y con ella, una luz que ninguna oscuridad ha podido extinguir.

Ante la Madre que ha perdido a su Hijo, las palabras se desvanecen. No hay consuelo humano que alcance. La desmesura del dolor de María al pie de la cruz- como la de tantas madres en la historia- supera todo intento de explicación. Por eso, el Sábado Santo es el día del silencio, porque está recubierto del lenguaje sagrado ante lo indecible.

En este contexto, el silencio es en definitiva el único modo digno de acompañar. Hablar demasiado ante el sufrimiento es una forma de evasión o de irrespetuosa y molesta racionalización, tal como lo explica Romano Guardini cuando expresa que «sólo quien guarda silencio ante lo santo puede escuchar su verdad» («El Señor», 1937). En este marco interpretativo, el silencio se convierte en apertura, espacio donde no imponemos nuestro sentido, sino que nos disponemos a recibirlo. En la tradición cristiana, tampoco es pasividad, sino más bien gestación: María calla, pero su silencio no es de resignación, sino de esperanza desgarrada porque, como muchas madres que me pueden estar leyendo en este instante, el mismo Hijo que ella acunó y vio morir, es el que- por obra del Padre- renacerá.

Una última nota sobre este asunto del silencio de María nos la trae San Bernardo de Claraval, quien decía que «Ella permanecía firme junto a la cruz, con el alma traspasada por la espada del dolor, pero sin una queja. Así participaba del sacrificio, en silencio, con fe» (Homilía De duodecim praerogativis B. Mariae Virginis, n. 14). En ese callar se expresa no la ausencia de sentido, sino su mayor profundidad, porque el misterio nunca se grita, se contempla. El Sábado Santo nos educa, pues, en ese respeto reverente, en esa espera cargada de amor, en esa solidaridad silenciosa que, en lo más hondo, ya presiente la aurora.

Procedamos ahora a intentar comprender con mayor profundidad los momentos del Domingo de Resurrección, episodios que parten del asombro y concluyen en el encuentro. En primer lugar, tenemos que pensar en la piedra removida como signo del límite vencido: «Pasando el sábado, al amanecer del primer día de la semana, María Magdalena y la otra María fueron a ver el sepulcro. Y de pronto se produjo un gran temblor: un ángel del Señor bajó del cielo y, acercándose, corrió la piedra y se sentó sobre ella» (Mt 28, 1-2).}

El primer signo no es el cuerpo glorioso del Resucitado, sino el movimiento: la piedra ha sido removida. Este acto no tiene la función de permitir a Cristo salir del sepulcro- pues su cuerpo glorificado no está sujeto a límites materiales-, sino de permitirnos a nosotros mismos mirar dentro, constatar el vacío, comenzar a comprender lo imposible.

La roca corrida es símbolo del límite humano que ha sido quebrado: la muerte, ese muro infranqueable, ha sido traspasado desde dentro. Al respecto, Tomás de Aquino interpreta que la Resurrección no es sólo prueba del poder divino de Cristo, sino causa de nuestra resurrección futura, al indicar que «Cristo resucitado es causa de nuestra resurrección […] porque en la resurrección de Cristo se manifestó su poder, que también nos resucitará a nosotros»(Suma Teológica, III, q. 53, a.1).

Tampoco se trata de una victoria privada de Jesús sobre la muerte, sino más bien de un acto fundante de la fe que transforma el destino de la humanidad: el ángel que corre la piedra no es un simple mensajero, sino un umbral que se abre. Dios, desde dentro del sepulcro, abre un futuro que la humanidad no podría imaginar por sí misma.

Consecuentemente, el próximo signo a analizar es el sepulcro vacío, que representa una ausencia que clama, un silencio que habla profundamente: «Entraron en el sepulcro y vieron a un joven sentado a la derecho, vestido con una túnica blanca, y se llenaron de temor» (Mc 16,5). Lo que, en primer lugar, encontraron las mujeres no es una presencia, sino una ausencia, es decir, el sepulcro vacío: esta paradoja es central en la experiencia pascual, porque el cristianismo no nace de una aparición deslumbrante, sino de una ausencia que transforma la memora, de una desaparición que sacude la fe.
San Agustín, pensando en esta escena del sepulcro sin el cuerpo, interpreta como nadie la pedagogía divina al expresar que «Dios ha querido que primero creyeran sin ver, para que cuando vieran, entendieran» (In Iohannis Evangelium Tractatus, 121,5). Lo que nuestro santo de Hipona quiere expresar es que la ausencia no niega la presencia, sino que la anuncia de otro modo: en la pedagogía de la fe, Dios se retira para que el corazón aprenda a esperar y leer los signos.

Recordemos que la fe cristiana no siempre se apoya en una evidencia inmediata, sino en la transformación del corazón que ha sido tocado por la gratuidad del un Amor más fuerte que la muerte.

En tercer lugar, pensemos en la voz que llama por el nombre, es decir, el reconocimiento interior: «Jesús le dijo: ¨¡María!¨ Ella se dio vuelta y le dijo en hebreo: ¨Rabbuní¨, que significa: Maestro» (Jn 20,16). El momento del reconocimiento sucede por la voz, no por la vista, porque María Magdalena no reconoce al Señor por sus rasgos, sino cuando Él la llama por su nombre. Es un signo de intimidad absoluta, porque no actúa la visión, sino la escucha, de respuesta personalísima.

Sobre este aspecto en particular, el Papa Francisco señaló con fuerza el carácter transformador de ese encuentro al indicar que «El primer anuncio de la Resurrección no fue una doctrina, sino un encuentro: María Magdalena vio a Jesús vivo, y eso cambió su historia» (Homilía de la Vigilia Pascual, 2021).

El Resucitado es más que una figura ideal o una aparición etérea: es Alguien que llama y espera ser respondido, motivo por el cual María no se convierte en apóstol de un concepto, sino de un encuentro fundante. Ésta es la lógica de la Pascua: Dios llama cada uno por su nombre, no desde el trono, sino desde la experiencia compartida del dolor vencido.

Seguidamente, nos encontramos con el deseo que purifica, traducido en el «no me toques aún»: «Jesús le dijo: ¨No me retengas, porque todavía no he subido al Padre» (Jn 20,17). Este pasaje, enigmático y profundo, encierra una enseñanza sobre la transformación del amor humano ante el misterio divino. Evidentemente, el deseo de María de aferrarse a Cristo- como queriendo que todo vuelva a ser como antes- es detenido por una pedagogía de elevación. El Resucitado ya no pertenece al tiempo ordinario o antiguo: su presencia está inaugurando una nueva forma de relación.

Este acontecimiento es interpretado magistralmente por Benedicto XVI, quien ve este gesto como parte de la purificación del amor que María debía atravesar: «Cristo quiere llevarla más allá del amor sensible, más allá de la posesión, hacia una fe más pura» (Ratzinger, «Jesús de Nazaret», 2001, p.319). En este sentido, es necesario indicar que el amor cristiano, a la luz de la Pascua, no se reduce a lo visible ni a lo poseíble: es una comunión más alta, donde la distancia no separa, sino que contribuye a la madurez de la fe. El Resucitado, entonces, llama a una conversión del corazón, es decir, amar más allá del tacto y confiar más allá de la ausencia física.

En conclusión, queridos lectores, queda claro que el Domingo de Pascua no es un recuerdo piadoso ni una victoria lejana. Es una irrupción que sigue aconteciendo, porque la Resurrección no clausura la historia, sino más bien todo lo contrario, la abre para siempre. En un mundo donde el sinsentido, la desesperanza y la violencia parecen tener la última palabra, la Pascua proclama otra lógica, a saber, la del amor que no muere, la del bien que no es vencido, la de la vida que no se deja reducir al cálculo del poder ni a la estadística del dolor.

La piedra removida del sepulcro es también la piedra que hoy nos oprime: la del miedo, el individualismo, la indiferencia y la espantosa falta de empatía. En este contexto, tengo que recordarles que la Pascua es la promesa de que no hay noche definitiva, tal como lo expresó San Juan Pablo II en uno de los momentos más oscuros de su tiempo: «¡No tengáis miedo! Abrid las puertas a Cristo. Él sabe lo que hay dentro del hombre. Sólo Él lo sabe» («Homilía de inicio de pontificado, 22 de octubre de 1978).

Esta invitación jamás pierda actualidad, porque la Resurrección no es evasión, sino plena transformación. Nos exige a mirar de frente al dolor- como María lo hizo en el Sábado del silencio-, pero sin resignarnos a que sea el dolor quien defina la última palabra. Justamente por ello, la Pascua no niega la cruz, la transforma en símbolo de redención, es decir, la trasciende.

Aquella trascendencia, tampoco es abstracta, porque ocurre en el corazón de lo cotidiano, en cada gesto de compasión que desafía la crueldad, en cada acto de fe que resiste al cinismo, en cada comunidad que se rehúsa abandonar al herido. Sobre este asunto puntual, recordemos algo muy reciente que nos legó el Papa Francisco, al indicar que «la Resurrección no es magia: es un acto de amor. Es la vida que brota allí donde parecía imposible. Y esa vida quiere renacer también en nosotros» («Homilía de la Vigilia Pascual», 2020).

Recordemos entonces, por último, que el cristianismo es, por vocación, testigo de la luz que ha vencido las tinieblas. Por eso, celebrar la Pascua es comprometerse a vivir de tal modo que otros- al ver nuestras obras- puedan intuir que la tumba está vacía y que, aún así, el Amor sigue vivo, por siempre

Lisandro Prieto Femenía.
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina
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“Viernes Santo: una cruz ideada para humillar, transformada para redimir”- Lisandro Prieto Femenía

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«La cruz de Cristo es la palabra con la que Dios ha respondido para siempre al ‘no’ de Adán y al ‘no’ que sigue repitiendo el hombre pecador.»
San Juan Pablo II

Continuando con nuestra saga de artículos dedicados al análisis y reflexión de los símbolos y signos de la Pascua cristiana, presentamos el Viernes Santo, que se caracteriza, litúrgicamente, por la ausencia de la celebración eucarística. Este silencio litúrgico no es un vacío, sino una poderosa elocuencia que nos introduce en la magnitud del significado del sacrificio de Cristo. Como señala Romano Guardini, “el silencio de

Dios es la prueba más terrible, pero también la más elocuente, de su amor” (“El espíritu de la liturgia”). Este silencio nos confronta con la aparente ausencia divina, un tema que resuena en la historia de la filosofía, desde el Deus absconditus pascaliano hasta las reflexiones sobre el silencio ante el sufrimiento inexplicable.

La desolación de este día nos recuerda la experiencia humana del dolor y la soledad, asumida radicalmente por Jesús en la cruz. La teología nos enseña que este abajamiento, esta kenosis de Dios (Filipenses 2, 7), no es un signo de debilidad, sino la máxima expresión de su amor redentor. Para comprender un poco más este asunto particular, es preciso recordar la expresión de San Agustín: “Nos amó hasta el extremo, hasta morir por nosotros” (Tratado sobre el Evangelio de Juan, 13, 1). Este amor, siempre incondicional, se revela en la entrega total de sí mismo.

Analicemos, pues, el signo de contradicción y redención de la cruz. La cruz es el signo central del Viernes Santo: inicialmente, un instrumento de tortura y humillación, se transforma, a través del sacrificio de Cristo, en el símbolo supremo de la redención. Al respecto, Joseph Ratzinger (Benedicto XVI) sostuvo que “la cruz no es simplemente el final de la vida de Jesús; es el punto culminante de su entrega, el acto por el cual él se dona a sí mismo para elevar al hombre” (“Introducción al Cristianismo”, p.255).

Este símbolo paradójico nos interpela filosóficamente sobre la naturaleza del sufrimiento y su posible trascendencia. La cruz nos muestra que el amor verdadero puede abrazar el dolor y transformarlo en fuente de vida. San Pablo lo expresa con muchísima claridad: “Pero lejos esté de mí gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo ha sido crucificado para mí, y yo para el mundo” (Gálatas 6,14), es decir, que la cruz se convierte así en un punto de inflexión de la historia, un signo de esperanza en medio del calvario.

San Juan Pablo II, a lo largo de su extenso pontificado, ofreció profundas reflexiones sobre el misterio de la cruz, no sólo a través de sus enseñanzas teológicas y encíclicas, sino también mediante el testimonio de su propia vida, marcada por el sufrimiento y la entrega hasta el final de sus días. Su magisterio y su ejemplo personal se entrelazan para ofrecernos una comprensión renovada del significado redentor del Viernes Santo.

En su Encíclica “Salvici Doloris” (1984), dedicada al sentido cristiano del sufrimiento humano, Juan Pablo II profundiza en la participación del hombre en el sufrimiento redentor de Cristo. Citando las palabras de San Pablo (“Completo en mi carne lo que falta en las tribulaciones de Cristo por su Cuerpo, que es la Iglesia”- Colosenses 1,24), el Pontífice polaco subraya que el sufrimiento, vivido en unión con Cristo, adquiere un valor salvífico: “En la cruz de Cristo no sólo se ha cumplido la Redención mediante el sufrimiento, sino que el mismo sufrimiento humano a quedado redimido… Cristo Redentor del mundo, ha sufrido Él mismo, y su sufrimiento ha sido asumido por Él hasta el final, de manera que todo hombre que sufre puede participar en él” (“Salvici Doloris”, 19).

Juan Pablo II no sólo teorizó sobre el valor del sufrimiento, sino que lo vivió en carne propia. A lo largo de su vida, enfrentó numerosas pruebas, desde la pérdida de sus seres queridos en la juventud hasta las secuelas del atentado que sufrió en 1981 y la progresiva manifestación de la enfermedad de Parkinson. A pesar de las limitaciones físicas y el dolor constante, continuó con su ministerio pastoral con una dedicación admirable, convirtiéndose él mismo en un ícono viviente del misterio de la cruz.

Su perseverancia y su manera de afrontar la enfermedad y el declive físico, fueron un sermón silencioso pero elocuente sobre cómo abrazar la cruz personal a la luz del sacrificio de Cristo. En sus últimas apariciones públicas, su fragilidad humana se hizo evidente, pero su mirada transmitía una profunda paz y una inquebrantable fe en el amor redentor de Dios. Como él mismo expresó en diversas ocasiones, el sufrimiento, unido a la cruz de Cristo, se convierte en una fuerza espiritual y apostólica.

Traemos aquí su testimonio porque nos recuerda que el Viernes Santo no sólo es la conmemoración de un evento histórico, sino una invitación a unir nuestros propios sufrimientos al de Cristo, encontrando en esa unión un sentido trascendente. La vida de San Juan Pablo II, marcada por la aceptación serena de su propia “cruz”, se erige entonces como un poderoso ejemplo de cómo el misterio pascual puede iluminar incluso los momentos más oscuros de la existencia humana, transformando el dolor en una oportunidad de gracia y redención. Su legado nos impulsa a no huir del sufrimiento, sino a enfrentarlo estoicamente con la esperanza que brota del corazón de Cristo crucificado y resucitado.

También, los relatos evangélicos nos describen la desnudez de Jesús en la cruz y su grito de sed. Estos detalles, aparentemente menores, encierran una profunda significación teológica y humana. El despojo del ropaje nos recuerda la humillación infligida como alegoría del intento de arrebato de toda dignidad terrenal. Sin embargo, podemos interpretar la desnudez como el despojamiento de su gloria divina, para así identificarse plenamente con la condición humana, incluso en su fragilidad más extrema.

Por su parte, la sed de Jesús (“Tengo sed”- Juan 19, 28), no es sólo una necesidad física, sino que ha sido interpretada por la tradición como una anhelo profundo por la salvación de la humanidad, in deseo ardiente de que todos participen de la vida eterna. Así lo interpretó Santa Teresa de Jesús, al expresar: “Considerad al Señor con tanta sed, que con grandísima pena decía ‘tengo sed’. Esta sed de que todos seamos perfectos y bebamos de aquella agua viva que Él nos dará” (“Camino de perfección”, cap. 26, 5).

Asimismo, el Evangelio de Juan relata que, después de la muerte de Jesús, un soldado le atravesó el costado con una lanza, y al instante salió sangre y agua (Juan 19, 34). Este signo ha sido interpretado por la tradición patrística como el nacimiento de la Iglesia y de los sacramentos: la sangre simboliza la Eucaristía, el nuevo pacto sellado con el sacrificio de Cristo, mientras que el agua representa el Bautismo, la puerta de entrada a la vida cristiana.

Sobre este fenómeno particular, San Agustín sostuvo que “del costado de Cristo dormido en la cruz brotaron los sacramentos de la Iglesia, el agua y la sangre” (“La Ciudad de Dios”, Libro XV, 26). Este evento fundacional también nos recuerda que la Iglesia nace del sacrificio redentor de Cristo, y que los sacramentos son los canales a través de los cuales se nos comunica la gracia divina.

Por una cuestión estrictamente de economía del espacio del artículo, con dolor tendré que dejar de lado algunos significantes esenciales del Viernes Santo. Pero hay algo que no podemos dejar de lado, puesto que fundamental para comprender el misterio de la crucifixión de Cristo, a saber, sus últimas palabras, recogidas de diversas fuentes por los Evangelios:

“Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lucas 23,34). Esta afirmación, pronunciada en medio de un dolor físico extremo y un contexto de pretendida humillación, revela la inmensidad del amor de Cristo, capaz de interceder por sus verdugos. Como indicaba San Agustín, este perdón ofrecido incluso antes de que se lo pidieran, es un ejemplo supremo de caridad y misericordia divina (Sermón 162, 2). Nos invita a reflexionar sobre la necesidad del perdón y la reconciliación, incluso en las situaciones más difíciles.

“¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?” (Mateo 27,46; Marcos 15, 34). Este grito, eco del Salmo 22, expresa la profunda angustia de Jesús al experimentar la aparente ausencia del Padre. Teológicamente, esta exclamación no implica una separación real entre el Padre y el Hijo, sino la asunción por parte de Jesús de su condición humana en su totalidad, incluyendo la experiencia del abandono y la soledad. Como magistralmente explicó Benedicto XVI, este clamor es “la expresión del dolor del Hijo de Dios que sufre por la lejanía del Padre, que carga sobre sí todo el pecado del mundo” (“Jesús de Nazaret. Desde la Entrada en Jerusalén hasta la Resurrección”, p. 254.).
“Tengo sed” (Juan 19,28). Como mencionamos anteriormente, esta sed trasciende la necesidad física y se interpreta como el anhelo de la salvación de la humanidad. Es un llamado a reconocer la sed de Dios por el amor y la fe de cada persona.

“Todo está consumado” (Juan 19, 30). Esta declaración marca la culminación de la misión redentora de Jesús. Su sacrificio en la cruz es el acto definitivo de amor que sella la Nueva Alianza entre Dios y la humanidad. Como afirma el Catecismo de la Iglesia Católica (n.536), “en la ‘hora’ en que entrega su Espíritu, Jesús manifiesta que lleva a su cumplimiento el plan del amor del Padre”. Asimismo, para Hans Urs von Balthasar, un influyente teólogo del siglo XX, la muerte de Cristo representa la manifestación suprema del amor trinitario. Para él, las palabras “Todo está consumado” señalan que el Hijo ha llevado hasta el extremo su obediencia amorosa al Padre, revelando la profundidad del amor de Dios por el mundo: su muerte es la culminación de su “misión del amor” (“Teodramática Teológica”, Vol. III, Escena del Drama Divino: El Actuar de Dios, p. 318).

“Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lucas 23, 46). Esta última oración, tomada del Salmo 31, es un acto de total confianza y entrega en la voluntad del Padre. Es el ejemplo supremo de cómo vivir y morir en la obediencia y el amor filial. Desde una perspectiva teológica, esta encomienda del espíritu puede interpretarse como un retorno al origen. El espíritu de Jesús, la chispa de vida divina que lo anima, vuelve a las manos del Padre de quien procede. Esta idea se vincula con la comprensión bíblica de que Dios es el dador de la vida y que, al morir, el espíritu regresa a Él (Eclesiastés 12, 7). Sin embargo, en el caso de Jesús, este retorno no es el de una simple criatura, sino el del Hijo que vuelve al seno del Padre, llevando consigo la redención dela humanidad.

En conclusión, queridos lectores, el Viernes Santo nos invita a detenernos ante el misterio del sufrimiento y la muerte de Jesús: a través de sus signos y símbolos, somos confrontados con la radicalidad del amor divino, un amor que se abaja, se entrega y transforma el sufrimiento en fuente de redención. La reflexión filosófico-teológica sobre este día nos ayuda a profundizar en el significado de la cruz, no como un final trágico, sino como el culmen de una vida entregada por amor y el inicio de una nueva esperanza para la humanidad. Al contemplar este misterio, somos llamados a vivir nuestras propias vidas con un amor semejante, un amor capaz de abrazar la cruz cotidiana y transformarla en camino de vida.

Lisandro Prieto Femenía.
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina
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