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Valencia: la tragedia del corrimiento del Estado

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«El Estado no es una máquina, es un organismo vivo que debe adaptarse a las necesidades de sus ciudadanos»

Otto von Bismarck

Hoy quiero invitarlos a reflexionar sobre el subtexto de la catástrofe ocurrida en Valencia, la cual ha desencadenado una profunda reflexión sobre la naturaleza del contrato social y la responsabilidad del Estado hacia sus ciudadanos. Más allá de la devastación material y el dolor humano, este evento ha puesto de manifiesto una sensación palpable de abandono, que resuena con algunas preocupaciones expresadas por filósofos políticos desde tiempos inmemoriales.

Recordemos a Thomas Hobbes, quien en su obra “El Leviatán” (1651) ya nos advertía sobre la necesidad de contar con un poder soberano capaz de garantizar la seguridad y el bienestar de los ciudadanos en un estado de naturaleza caracterizado por el conflicto. Pues bien, la catástrofe de Valencia nos interpela a preguntarnos si el Estado ha cumplido satisfactoriamente con su papel de protector y proveedor, tal como se concebía en aquel contrato social originario en el cual los ciudadanos otorgan al monstruo total potestad para actuar- e impuestos, muchos impuestos- a cambio de cierta protección.

Por su parte, John Rawls (1971), en su obra titulada “Teoría de la Justicia”, propugnaba la idea de que una sociedad más justa es aquella que se organiza de tal manera que las desigualdades tiendan a beneficiar a los más desfavorecidos. En este contexto, ¿cómo podemos evaluar la justicia de una sociedad a la luz de un evento que ha exacerbado las desigualdades preexistentes y  ha dejado a los más vulnerables en una situación de extremo abandono y vulnerabilidad?

Es evidente que la sensación de abandono experimentada por los afectados por la catástrofe nos remite a pensar la noción de ciudadanía y los derechos y garantías que esta conlleva. Al respecto, Hannah Arendt, en “La condición humana” (1958), destacó la importancia de la acción política como medio para construir un modelo común y garantizar el cuidado de la dignidad humana. Ahora bien, la pregunta que nos tenemos que hacer aquí y ahora es: ¿qué implica ser ciudadanos en un contexto en el que los derechos fundamentales parecen estar en juego?

La catástrofe de Valencia ha dejado a relucir la fragilidad de las infraestructuras del poder y la necesidad de replantear las políticas vigentes de urbanización. Muchos han señalado que la construcción indiscriminada en zonas de riesgo, sumada a la falta de inversión en sistemas de drenaje y protección costera, ha agravado los efectos de la DANA. Incluso han circulado estudios recientes que revelan que parte del territorio afectado se encontraba en zonas catalogadas como de alto riesgo hídrico, sumado a la ocupación del suelo agrícola y la impermeabilización del suelo urbano como contribución colateral para aumentar el caudal de los ríos y reducir así su capacidad de infiltración.

Sin embargo, lo que más ha causado molestias, tanto en España como en el resto del mundo, es la revelación mediante redes sociales de cientos de rescatistas de una falta de respuesta coordinada y oportuna por parte de las autoridades nacionales, lo cual agravó severamente la situación. A través de numerosos testimonios, se ha denunciado una demora y retención vulgar en la llegada de los equipos de rescate, como también la escasez de recursos básicos en las zonas más complicadas. Esta situación puntual nos lleva a reflexionar y a cuestionar la efectividad del Estado de bienestar y a pensar sobre el concepto del “corrimiento del Estado”, es decir, la tendencia de las instituciones a desvincularse de sus obligaciones constitucionales y sociales para así priorizar intereses partidistas por encima del bien común: la rivalidad política y la falta de coordinación entre todos los estratos del gobierno impidieron una acción efectiva y oportuna.

Como bien sabemos, el modelo de Estado de bienestar, concebido como un sistema de protección social que garantiza a todos los ciudadanos unos niveles mínimos de dignidad común, viene sufriendo una transformación y una correspondiente devaluación en las últimas décadas. La crisis económica de 2008 aceleró un proceso de desmantelamiento gradual de los servicios públicos, caracterizado por permanentes recortes presupuestarios, privatizaciones y precarizaciones en el seno del empleo público, sobre todo en salud y educación. Esta situación no ha hecho otra cosa que debilitar la capacidad de respuesta del Estado ante situaciones de emergencia y ha dejado a amplios sectores de la población en un estado de desprotección nunca antes visto desde el regreso de la democracia.

En el caso puntual de Valencia, la crisis del precitado Estado de bienestar se ha manifestado de manera especialmente aguda. La falta de inversión en prevención de riesgos, la reducción de personal en los servicios de emergencia y la precarización constante de las condiciones laborales de los trabajadores públicos han contribuido a agravar los efectos de la catástrofe. Además, la desigualdad social existente, silenciosamente creciente a ritmo sostenido durante la última década, ha hecho que los sectores más vulnerables de la población sean los más afectados por la crisis.

Lo acontecido recientemente en Valencia nos interpela a reflexionar sobre el futuro del Estado de bienestar, puesto que es necesario replantear el modelo actual, superando la lógica mezquina y mentirosa de una austeridad selectiva para proceder a apostar por una mayor inversión en servicios públicos de calidad. Asimismo, es fundamental pensar en el fortalecimiento de la gobernanza inter y multi nivel, promoviendo redes de colaboración entre las diferentes administraciones y la participación de la sociedad civil en la toma de decisiones en momentos drásticos.

Los eventos precitados han manifestado la urgencia de superar las estrechas divisiones partidistas que caracterizan la tan vapuleada política española. Al respecto, John Stuart Mill sostuvo que es esencial que haya un amplio acuerdo sobre los principios fundamentales de la política, a fin de que la sociedad pueda funcionar de manera más eficaz y profunda. Aún así, la polarización política ha puesto palos en la rueda para alcanzar dicho consenso, obstaculizando la implementación de políticas públicas efectivas y generando una creciente desconfianza en las instituciones. Cuando suceden este tipo de tragedias, como ya vimos en el contexto del COVID-19, las disputas partidistas pueden poner en riesgo el bienestar de la ciudadanía y socavar la cohesión social. Justamente por ello, es necesario y urgente que se pueda trascender la ambición individualista de las ideologías partidistas y construir un proyecto nacional común, basado en los valores de la solidaridad, la justicia y la protección de la dignidad de todos los ciudadanos.

Si bien la reacción tardía por parte del gobierno nacional ante la crisis de Valencia ha sido repudiada en redes sociales, la respuesta inmediata se ha traducido en paquetes especiales de ayudas económicas que, por supuesto, siempre serán una buena noticia, sobre todo si se utilizan esos fondos con honestidad, seriedad y criterio. Ahora bien, la tendencia a solucionar los problemas regionales mediante la transferencia de fondos desde el centro, aunque es necesario en situaciones de emergencia, puede generar una peligrosa relación de dependencia mientras que socava la capacidad de las comunidades autónomas para gestionar sus asuntos sin el peso del “compromiso” que los paquetes conllevan tras de sí. Como advirtió oportunamente Alexis de Tocqueville en “La democracia en América”, la centralización excesiva del poder puede llevar a la pasividad de los ciudadanos y a la atrófica de las instituciones locales. Al respecto, es fundamental que se logre encontrar un equilibrio entre la solidaridad nacional y la autonomía regional, promoviendo la subsidiariedad y fortaleciendo las capacidades propias de cada comunidad para hacer frente a los desafíos que enfrentan.

No obstante lo anterior, es crucial aclarar que la defensa de la autonomía regional no implica en absoluto desentenderse de las responsabilidades y obligaciones del Estado central. La construcción del precitado equilibrio requiere de un compromiso a largo plazo por parte de ambas instancias: el Estado nacional debe garantizar la cohesión territorial, proporcionando los recursos y las herramientas necesarias para que las comunidades autónomas puedan desarrollar sus potencialidades, mientras que las comunidades deben asumir sus responsabilidades en la gestión de sus servicios públicos y la promoción del desarrollo local, respetando los principios básicos de solidaridad y equidad. En vistas de ello, se torna necesario establecer un marco de colaboración que defina claramente las competencias de cada nivel de gobierno y que permita una coordinación efectiva en la gestión de las políticas públicas.

El evento catastrófico en Valencia dejó al descubierto una serie de gallos en la gestión de la emergencia que, según indican algunos especialistas, pudieron haberse evitado. La tardanza en la activación de los protocolos de alerta, la insuficiencia de los medios de rescate y la descoordinación entre las diferentes administraciones provocaron una situación de caos y desamparo que, no quedan dudas, agravó las consecuencias del desastre. La imagen de personas atrapadas en sus vehículos y en sus viviendas durante horas y días, sin recibir ayuda inmediata, es una muestra de la fragilidad de un sistema que reveló no estar preparado para afrontar un acontecimiento de esta magnitud. Estos hechos trágicos pusieron de manifiesto la urgencia de reformar en profundidad el sistema de protección civil y de garantizar una respuesta más rápida y eficaz ante cualquier tipo de infortunio, ya sea natural o no.

Aún así, y a pesar de la ineficiencia de algunos burócratas a cargo de instituciones públicas, la catástrofe de Valencia también nos mostró la cara de la fuerza transformadora de la solidaridad ciudadana. Miles de voluntarios, provenientes de todo el país, se movilizaron espontáneamente para brindar ayuda a los afectados. Bomberos, equipos de rescate, personal sanitario y ciudadanos de a pie están trabajando incansablemente en labores de limpieza, búsqueda, rescate y asistencia. Este tipo de respuesta, desinteresada y coordinada a través de organizaciones no gubernamentales mediante redes sociales y plataformas digitales, pone de manifiesto el poder de la acción colectiva y la importancia de los vínculos comunitarios. Como afirma Arendt, la acción humana, entendida como la capacidad de los seres humanos para iniciar procesos nuevos y transformar el mundo, se manifiesta con especial intensidad en los momentos más difíciles. El amor que están poniendo los voluntarios valencianos es un claro ejemplo de cómo la acción política, en su sentido más amplio, puede surgir desde la sociedad civil, y no desde un escritorio en Madrid, para transformar positivamente la realidad.

La DANA en Valencia es un crudo recordatorio de las fragilidades de nuestro sistema democrático a nivel mundial, y de la urgencia de replantear nuestras prioridades. La desazón que produce el desastre ha puesto de manifiesto todas las limitaciones de una gestión basada en la improvisación y la falta de coordinación, así como las consecuencias de una visión cortoplacista que siempre prioriza los intereses particulares de una pequeña casta política por sobre el bien común. Es necesario, pues, realizar una profunda reflexión sobre nuestro modelo de desarrollo y sobre la relación entre el ser humano y el ambiente en el que habita. Las palabras de Edmund Burke resultan especialmente pertinentes en este contexto, cuando señala que la sociedad es una asociación entre los vivos, los muertos y los que aún no han nacido. Pues bien, amigos míos, la gestión del territorio nacional y la protección del mismo no pueden limitarse a una perspectiva mezquina y coyuntural, sino que se deben tener en cuenta las implicaciones para las generaciones futuras.

A pesar de la gravedad de la situación, la crisis valenciana también ha revelado algo maravilloso: la capacidad de resiliencia y solidaridad de la sociedad española. La respuesta espontánea y gratuita de miles de voluntarios demuestra que, ante la adversidad, los seres humanos somos capaces de superar nuestras diferencias y unirnos en torno a un objetivo común. Esta experiencia es, sin duda, un punto de partida para construir un futuro más justo y sostenible, basado en los principios de solidaridad, cooperación y respeto por la dignidad humana. Por ello, es crucial aprovechar este momento, para fortalecer las instituciones, mejorar los sistemas de prevención y respuesta ante emergencias y fomentar una cultura de la responsabilidad y la participación ciudadana antes, durante y después de que se limpie el barro. Aunque el camino sea largo y tortuoso, debemos conservar la esperanza y trabajar juntos para que, cuando la tierra lo decida, estemos mejor parados y preparados.

Lisandro Prieto Femenía
Docente – Escritor – Filósofo
San Juan – Argentina

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Instagram y su nefasto mecanismo de censura

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Por: Lisandro Prieto Femenía

Sin libertad de pensamiento, la libertad de expresión vale poco: José Luis Sampedro

La promesa de las grandes plataformas digitales fue simple y seductora: restaurar la palabra pública, democratizar la difusión, dar voz a quien antes carecía de tribuna. Instagram, en particular, se presentó como un ágora visual donde la creatividad y la expresión personal florecían sin intermediarios. Pues bien, hoy esa promesa aparece totalmente corroída por una doble realidad: por un lado, la red social tolera y a menudo amplifica imágenes y relatos de violencia, pornografía y todo tipo de atrocidades; por otro, castiga e invisibiliza sistemáticamente voces que promueven la concientización, el cuidado, el amor a la familia o posiciones discordantes con ciertas corrientes culturales posmodernas. Entre la retórica de la libertad y la práctica de la moderación se ha instalado una hipocresía patética que merece ser confrontada filosóficamente.

Bien sabemos que la hipocresía no es un fallo técnico accidental, sino la clara manifestación lógica de una arquitectura institucional y económica. Las decisiones de qué puede permanecer visible y qué debe ser suprimido no nacen en un vacío moral, sino que responde a intereses, incentivos y diseños que priorizan la captura de atención y la extracción masiva de datos de todos los usuarios. En lugar de una ética coherente de la palabra pública, lo que está rigiendo es una economía de la atención que recompensa solamente lo sensacional, lo inmediato y lo emotivo. Las imágenes que escandalizan atraen miradas y likes mientras que los relatos serenos de aprendizaje, sensatez, cordura o crítica reflexiva atraen menos y, por tanto, quedan penalizados por un algoritmo cuya función primera es maximizar retención y retorno publicitario. Así, la plataforma enseña su clara moral: la visibilidad se paga en tiempo de atención y la censura se impone cuando el discurso no resulta rentable o resulta políticamente incómodo.

La precitada economía no actúa sola: la moderación se externaliza a sistemas mixtos de aprendizaje automático y denuncias humanas, ambos cargados de sesgos de dudosa procedencia. Los modelos se entrenan con datos que reproducen prejuicios: léxico marcado como “peligroso”, imágenes etiquetadas como “sensibles”, comunidades etiquetadas como de alto riesgo. El resultado es un sistema que discrimina no sólo por el contenido sino por el estilo, vocabulario y afiliación. Es fácil ignorar o retrasar la retirada de material explícito que atrae audiencia; es mucho más sencillo y barato sancionar a usuarios que comparten testimonios incómodos para las narrativas patéticas dominantes. La hipótesis es inquietante pero totalmente verosímil: la censura no castiga únicamente por daño, sino también por incomodidad y por riesgo reputacional para la plataforma, ya comprometida con ciertos intereses.

Ahora bien, contrastemos la retórica y la praxis mediante ejemplos concretos. Incidentes en los que asesinatos han sido transmitidos o difundidos en vivo, y han circulado durante horas antes de su eliminación, muestran un fracaso institucional para priorizar la protección de las víctimas por sobre la viralidad. En paralelo, hay múltiples relatos periodísticos e investigaciones que denuncian cierres de cuentas y eliminación de contenidos destinados a la prevención y cuidado o a la crítica social, alegando siempre “violaciones de políticas” de la empresa- “contenido sensible”, “desinformación”, “discurso de odio”- con criterios vagos y aplicaciones erráticas. Estos patrones, repetidos en distintos contextos, delinean una práctica nefasta: contenidos gráficos que alimentan la máquina de la atención perviven mientras que las voces que desestabilizan narrativas cómodas se silencian con rapidez.

Para comprender la mecánica de este fenómeno, conviene apoyarse en algunos marcos teóricos contemporáneos. Shoshana Zuboff ha mostrado cómo las plataformas convierten la conducta en datos y luego en ganancias mediante la vigilancia, que es la materia prima de un negocio que no sólo vende atención sino que moldea sujetos. Por su parte, Eli Pariser advirtió la creación de “burbujas de filtro”, entornos que homogeneizan la información y restringen la pluralidad real. Simultáneamente, Tarleton Gillespie describe a las empresas tecnológicas como “custodios de internet”, es decir, actores privados que, sin legitimidad democrática, toman decisiones de alcance público. Por último, Safiya Noble expuso cómo los sesgos tecnológicos reproducen y amplifican ciertas injusticias. Todos estos aportes coinciden en un punto crucial: las decisiones de “moderación” en las redes no son neutrales, sino que son políticas enmascaradas de técnicas.

De aquí se desprende una tensión filosófica central, puesto que la supuesta libertad de expresión que proclaman estas redes sociales es, en el mejor de los casos, una libertad condicionada por el acceso y la visibilidad. No basta con la posibilidad de hablar, porque la libertad real exige ser realmente escuchado. La famosa técnica del “shadowbanning”, la degradación algorítmica y los sistemas opacos de apelación ilustran con claridad cómo la supresión puede ser más efectiva cuando es invisible, es decir, que la voz no es silenciada por eliminación directa sino por la negación de audiencia. La privatización de la jurisdicción comunicativa despoja a la esfera pública de mecanismos democráticos de resolución de conflictos, a saber, normas esenciales para la convivencia digital pasan ahora por equipos internos de moderación, políticas de empresa y modelos entrenados (entidades que no rinden cuentas a los ciudadanos). Sin ir más lejos, hace un año, Instagram decidió eliminar mi cuenta, la cual tenía 1,4 millones de seguidores, sin mediar explicación alguna y sin permitirme atisbo de apelación. ¿Democrático no?

La censura selectiva plantea también una cuestión ética sobre la correspondencia entre intención y efecto. Muchos contenidos removidos por “desinformación” o por violaciones a términos ambiguos escritos por un degenerado desconocido en Los Ángeles son, en realidad, esfuerzos de concientización o testimonios personales. Penalizar una crítica por el uso de lenguaje desacomodado a la moda posmo-progre o por documentación cruda- por ejemplo, materiales destinados a sensibilizar sobre riesgos o a documentar violencia para pedir justicia- equivale a castigar la posibilidad misma de narrar la experiencia. Así, se produce un doble daño perverso: las víctimas pierden voz y la sociedad pierde información crítica para poder deliberar con autonomía.

Tampoco puede soslayarse la dimensión de la vulgar vigilancia de datos. Instagram no sólo decide qué verás, sino que también perfila quién eres ante los demás. Cada “me gusta”, cada tiempo de visionado, cada comentario alimentan modelos que categorizan usuarios en función de su capacidad de retención, su propensión a reaccionar emocionalmente y su capacidad de monetización. Estos perfiles determinan tratamientos claramente diferenciales: exposición priorizada, relegación o supresión. La instrumentación de datos para moderación de contenidos convierte la privacidad en un vector de control porque el historial de interacciones define si una voz será amplificada o enterrada en el olvido. Además, la monetización de la atención vuelve la moderación un servicio económicamente rentable ya que las empresas que venden soluciones de verificación se benefician de un mercado de “seguridad” digital que, paradójicamente, es turbio y discrecional.

Las consecuencias sociales son bastante profundas. Primero, la erosión del debate plural que se da cuando ciertas críticas son sistemáticamente invisibilizadas produce un empobrecimiento de la deliberación pública que pierde su capacidad de autocorrección. En segundo lugar, se produce una desigualdad comunicativa peligrosa, porque quienes disponen de recursos- instituciones bien financiadas, influencers alineados con las agendas dominantes- navegan mejor los rigores y las zonas grises de las políticas mientras que los de “abajo”, activistas independientes y comunidades altamente vulnerables, son propensos a sanciones permanentes. En tercer y último lugar, se ejecuta una delegación de la legitimidad: funciones que pertenecen a la esfera pública, como la regulación de discursos nocivos y la protección de derechos, son asumidas por actores privados sin los mecanismos de transparencia y control democrático necesarios. A pesar de que no existe en el mundo un registro internacional de memes o de contenido digital, si uno comparte contenidos que van en contra de las modas, la entidad etérea de Instagram tiene la potestad de acusarte de infringir normas de “derecho de autor”, aunque ese contenido no esté fehacientemente patentado en ninguna parte.

Frente a este cuadro, las respuestas puramente tecnológicas no bastan. Es necesario plantear una reforma que convoque principios de justicia comunicativa que implique cierta transparencia algorítmica real- no meras divulgaciones de marketing-, auditorías independientes de moderación de contenidos, mecanismos de apelación que restituyan no sólo cuentas sino alcance y reparación simbólica, y normas que desincentiven el diseño de productos que premian solamente lo que es nocivo. De igual manera, también es necesario contar con políticas públicas que limiten la externalización de funciones regulatorias a privados y que obliguen a presentar cierta rendición de cuentas, como lo hacen con casi todos los mortales.

El problema es, en último término, filosófico. Se trata de decidir qué tipo de esfera pública queremos. ¿Aceptamos que un puñado minúsculo de empresas privadas, guiadas por incentivos comerciales y criterios nebulosos, definan los límites de lo pensable y lo visible? ¿O reclamaremos una esfera en la que la moderación sea un asunto de derechos, criterios transparentes y supervisión democrática? La respuesta no es una nostalgia idealizada de internet, sino una exigencia para recuperar mecanismos de deliberación y responsabilidad que permitan que la libertad de expresión no sea sólo un eslogan progre sino una práctica efectiva que tenga alcance verdadero para todos.

Si las plataformas se proclaman paladines de la libre expresión, deberán también aceptar las obligaciones que ello implica, a saber: explicitar criterios, proporcionar recursos reales de apelación, someterse a auditorías públicas y desvincular la policía del pensamiento digital de los incentivos que premian lo aberrante. Sin esas condiciones, la declaración de libertad será sólo una mera fachada mientras que la maquinaria seguirá alimentando la visibilidad de lo escandaloso y devorará a quienes practican la palabra como cuidado, denuncia y remedio. Pues bien, queridos lectores, la verdadera libertad de expresión exige más que la posibilidad de publicar pavadas en una red social; requiere también el derecho a ser visibilizado, a ser escuchado y a participar en una esfera pública que no esté en venta. Sólo así, dejarán de florecer los censuradores rapaces bajo la máscara de “pluralistas”.

Lisandro Prieto Femenía
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina

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Analizando las consecuencias de la sumisión europea

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Por: Lisandro Prieto Femenía

“El individuo, el ser humano, siempre se somete, pero no siempre a Dios”: Michel Houellebecq, Sumisión.

Hoy quiero invitarlos a reflexionar en torno a una obra fantástica de Michel Houellebeq que ha causado un impacto significativo desde su publicación en el año 2015. Se trata de “Sumisión”, una obra que se sitúa en una Francia del futuro cercano, donde un partido islámico moderado gana las elecciones presidenciales y transforma progresivamente la sociedad francesa bajos los principios del islam. Esta ficción provoca una profunda crítica sobre la identidad cultural y el concepto de sumisión, tanto en el sentido religioso como sociopolítico. Pues bien, queridos lectores, intentaremos establecer un paralelismo entre la narrativa de Houellebecq y la situación contemporánea en Europa, subrayando cómo los eventos actuales reflejan una clara confusión entre pluralismo y sometimiento cultural innecesario.

El concepto de sumisión en la precitada novela no se limita a la obediencia religiosa, sino que se extiende a un acatamiento más amplio de normas y valores impuestos por una autoridad superior, lo cual es relevante al momento de considerar la dinámica sociocultural de Europa. Nuestro autor describe un estado donde la población, cansada del vacío posmoderno y la decadencia espiritual, encuentra consuelo en una estructura autoritaria “nueva y diferente”.

En “Sumisión”, la aceptación de este nuevo orden es en parte voluntaria, derivada del deseo humano de pertenecer a algo y/o encontrar un propósito tras la “Muerte de Dios”, ideada y ejecutada por pseudo-intelectuales progres durante más de un siglo. No es casual que nuestro autor indique que “la gente es mucho mejor cuando no tiene elección”, evocando con ello la idea de que la falta de opciones nos puede llevar a una forma de paz y estabilidad que contrasta con la anarquía y su fantasioso “exceso de libertad”.

Como lo habrán podido notar con claridad, en la actualidad Europa enfrenta una serie de desafíos que ponen a prueba sus principios de pluralismo, bastión de la democracia liberal posmoderna. Las recientes protestas en Gran Bretaña, caracterizadas por una mezcla de símbolos nacionalistas y populistas, reflejan una tensión creciente entre la identidad nacional y la integración multicultural.

Según la narrativa de varios medios políticamente correctos, la manifestación fue una amalgama de diferentes grupos, desde seguidores de Elon Musk hasta miembros de movimientos nacionalistas tradicionales. Esto indica un fenómeno complejo en el que diversas corrientes ideológicas convergen para expresar un descontento generalizado. Una manifestación de la clara lectura sesgada del asunto es la afirmación de la periodista Ana Baron, quien sostiene que “la fragmentación social y el auge del populismo son síntomas de una crisis de identidad en Europa”. Pues no. Ojalá fuera así de simple. Lo cierto es que, durante décadas, el viejo continente ha abandonado progresiva y voluntariamente sus raíces, su cultura, su religión, su historia, sus tradiciones e incluso su moral y eso, amigos míos, tiene su costo y hay que asumirlo.

Diversos académicos y pensadores han analizado esta situación desde múltiples perspectivas. Por ejemplo, el filósofo Slavoj Žižek sostiene que “el multiculturalismo en sí mismo puede convertirse en una forma de racismo invertido, donde la cultura dominante adopta un tono paternalista hacia las culturas ‘protegidas’” (Žižek, 2017). Esta aguda observación resuena directamente con la narrativa de Houellebecq en tanto que la identidad nacional se diluye en un mar de concesiones y compromisos desarrollados, promovidos, financiados y ejecutados por una élite de políticos corruptos que han adherido a agendas culturales que atentan directamente contra la forma de vida de sus propios países.

Por su parte, la socióloga francesa Nathalie Heinich también realiza su aporte en este debate señalando que “la obsesión con la corrección política puede llevar a una autocensura que es, en última instancia, una forma de sumisión” (Heinich, 2019). Desde esta perspectiva, también, se subraya cómo el afán de evitar el conflicto social puede traducirse en una pérdida de autonomía cultural y personal.

En este punto de la reflexión es preciso indicar que la idea de que Occidente ha confundido el pluralismo con el sometimiento no es nueva. El politólogo Samuel Huntington nos advirtió, en su obra “El choque de civilizaciones”, sobre los peligros que se acarrean al ignorar las profundas diferencias culturales en nombre de un universalismo mal entendido (Huntington, 1996). En este enfoque particular, se argumenta que la integridad de cualquier cultura depende de su capacidad de mantenerse fiel a sus valores fundamentales sin sucumbir a presiones externas. Evidentemente, estamos hablando de un marco teórico que hoy es tabú: apelar a que los inmigrantes se integren a nuestra cultura, pero respetando las costumbres del lugar que los acoge, hoy, es una sentencia de extrema derecha para el posmo progresismo reinante. Ante ello, yo siempre propongo esta máxima: “compórtate en mi país como si fueras nacido en mí país, porque si yo voy a tú país y no hago lo mismo, me jugaría la vida”.

En la novela “Sumisión”, la cultura francesa se somete no sólo por miedo y cobardía, sino también por el vacío existencial que busca llenarse a través de una “nueva” estructura social. Este proceso de sumisión es gradual y casi imperceptible, similar a lo que algunos críticos ven en las políticas multiculturales actuales de Europa. Tal es el caso del filósofo francés Alain Finkielkraut, que llegó a señalar que “nos arriesgamos a perder nuestra identidad en el intento de incluir todas las demás identidades” (Finkielkraut, 2015).

La Europa contemporánea, como casi todo Occidente, ha convertido el “pluralismo” en un campo de batalla ideológica. Mientras que las políticas multiculturales pretenden fomentar la coexistencia pacífica, también enfrentan críticas por promover una forma de sumisión cultural. Esto es especialmente visible en las tensiones que surgen cuando los valores occidentales chocan con prácticas culturales tradicionales de comunidades inmigrantes, y no se trata de un asunto estrictamente teórico o de posicionamiento político sino que se traduce en una creciente tasa de criminalidad, violencia, hostigamiento y acoso por parte de quienes han sido acogidos.

Repasemos en detalle ejemplos de esta fricción cultural, que son cada vez más frecuentes y se manifiestan en distintos ámbitos. En la esfera social, se han documentado tensiones en comunidades donde en algunos barrios se ha intentado instaurar códigos de vestimenta y separación de géneros en espacios públicos como piscinas y gimnasios, en contraposición a las normas de igualdad y laicismo. El debate en torno al uso del burkini en las playas francesas o la exigencia de tribunales islámicos paralelos en el Reino Unido son manifestaciones concretas de esta tensión, donde ciertas costumbres atentan contra las normas jurídicas y culturales del país anfitrión.

En lo que respecta a la esfera de la seguridad, podemos ver los incidentes como los disturbios en los suburbios de París o los crímenes con motivaciones religiosas documentados en Suecia o Alemania, que ilustran cómo la falta de integración y la radicalización de ciertos grupos de lúmpenes pueden traducirse en un aumento de la criminalidad y la violencia, exacerbando el conflicto entre las poblaciones locales y las comunidades de inmigrantes.

Sobre este asunto en particular, el académico holandés Paul Scheffer reflexiona sobre lo que él llama “la paradoja del pluralismo”, señalando que “la integración exitosa requiere de un grado de asimilación que pueda ser visto como opresivo por quienes están sujetos a él” (Scheffer, 2007). Esta paradoja nos está revelando la dualidad reflejada en la obra “Sumisión”, donde la aceptación de una nueva identidad lleva consigo la renuncia a una “antigua”.

La reflexión sobre esta paradoja se profundiza aún más al considerar la disparidad entre las expectativas de los inmigrantes y las realidades de la reciprocidad cultural. La premisa del estilo de vida occidental se basa en la tolerancia y la inclusión, pero surge la pregunta de si estos valores son correspondidos. En las naciones de Medio Oriente, por ejemplo, los occidentales a menudo enfrentamos restricciones severas a nuestras libertades personales y no se nos garantiza la igualdad, el respeto o la justicia de manera recíproca. Esta falta de reciprocidad pone de manifiesto una contradicción aún más evidente en la esfera política, como lo demuestra el hecho de que en la totalidad de las marchas por los derechos de la comunidad LGBT en Occidente se ondean banderas palestinas, a pesar de que en la mayoría de los territorios árabes la homosexualidad es duramente condenada y castigada con severidad.

Evidentemente, el equilibrio entre proteger algunas “minorías” y preservar la identidad es delicado. Cuando Niall Ferguson describe esta situación como una “tensión inevitable en el crisol europeo”, donde “la capacidad de adaptación y transformación choca con la resistencia a perder lo que se considera esencial” (Ferguson, 2018). Demasiado tarde, amigos míos, puesto que las respuestas europeas a la inmigración y al multiculturalismo han sido ambivalentes, contradictorias y ridículas: pasaron de ametrallar barcazas repletas de niños a tener carteles de tránsito y señalización urbana en árabe.

Mientras algunos países adoptan políticas inclusivas, otros implementan medidas restrictivas, reflejando un miedo subyacente a la pérdida de identidad. Esta diversidad de enfoques es sintomática de la lucha por encontrar un equilibrio entre la apertura y la preservación cultural. En “Sumisión”, Francia opta por una integración radical que transforma profundamente su estructura social y política, una decisión que no está exenta de controversia y resistencia. Establecer un paralelismo entre la obra de Houellebecq y la realidad actual de Europa nos permite entender mejor las complejas dinámicas socioculturales y políticas que conforman el continente. La novela actúa como un espejo distorsionado que, aunque exagera en pocos aspectos, captura verdades esenciales sobre la naturaleza humana y la sociedad.

Las recientes protestas en Francia y Gran Bretaña, junto con el ascenso del populismo fruto del hartazgo producido por el avasallamiento de ciertas minorías sobre la forma de vida de países completos, los ha llevado directamente a un lógico cuestionamiento del multiculturalismo posmo progre que se ha encargado de aniquilar cualquier signo de identidad y estabilidad en un mundo cada vez más globalizado e interconectado. La sumisión, ya sea voluntaria o impuesta, plantea interrogantes profundos sobre lo que significa, todavía, ser europeo en pleno siglo XXI.

Por último, retomo la cita de Houellebecq: “La gente es mucho mejor cuando no tiene elección”. En la medida en que Europa siga naufragando en sus propios y auto infligidos “desafíos” de identidad y pertenencia, queda por ver si la búsqueda de unidad llevará a una sumisión cultural total o a una nueva forma de pluralismo genuino y sostenible, es decir, donde reine el respeto por la ley y de las diferencias sin que absolutamente nadie atente contra una tradición milenaria tristemente abandonada a cambio de una agenda ya agotada.

Lisandro Prieto Femenía
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¿Qué sentido tiene elogiar a los imbéciles?

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Por: Lisandro Prieto Femenía

“El sistema necesita a los tontos más que a los críticos”: Pino Aprile

La reflexión sobre el declive de la inteligencia en la sociedad contemporánea no es un tema novedoso, pero adquiere una urgencia particular cuando se analiza desde la perspectiva de sus causas más fundamentales. Antes de adentrarnos en las provocadoras tesis de Pino Aprile, resulta pertinente trazar un marco conceptual a partir de un análisis que aborda este problema desde dos ángulos interrelacionados: la crianza y la convivencia social. Como he planteado en mis artículos titulados “Ame a sus hijos, no críe imbéciles” y “¿Y si dejamos de ser tolerantes con los imbéciles?, la estupidización es un fenómeno que se gesta tanto en el ámbito íntimo de la familia como en la esfera pública.

En primer lugar, la crianza que prioriza la comodidad y el hedonismo por encima del esfuerzo y la resiliencia mental produce, de manera inadvertida, individuos con un pensamiento atrofiado. A su vez, esta complacencia individual que se ve reforzada por una tolerancia social que, al confundir la cortesía con la indiferencia hacia la mediocridad, legitima la imbecilidad y la convierte en un valor funcional. Los precitados artículos sirven, por lo tanto, como un punto de partida para comprender cómo la imbecilidad ha pasado de ser un defecto a una cualidad premiada, allanando el camino para el análisis particular de la obra de Aprile y otros tantos que vienen advirtiendo, hace siglos, que en materia de inteligencia, estamos yendo hacia atrás.

La inteligencia, esa chispa sagrada que permitió al Homo Sapiens ascender en la escala evolutiva y a dominar casi por completo su entorno, parece hoy, paradójicamente, una carga innecesaria para el intrincado engranaje de la sociedad postmoderna. Hoy los quiero invitar a leer una provocadora tesis de Pino Aprile en su obra titulada Elogio del imbécil nos confronta con una incómoda verdad: la estupidez, lejos de ser un defecto vergonzoso, se ha convertido en una ventaja adaptativa, una cualidad premiada y replicada en la jerarquía social. Esta inversión perversa de los valores no es accidental, sino que forma parte del resultado de un proceso de domesticación intelectual, una suerte de “eutanasia de la razón” consentida.

Aprile, en su análisis, nos advierte que la inteligencia es, por naturaleza, subversiva. Es el motor de la crítica, la duda y la innovación. Un genio, al cuestionar la norma, introduce arena en los engranajes de un sistema que busca uniformidad y eficiencia. En contraste, el estúpido, con su obediencia absoluto y su tendencia natural a la repetición, se erige como el guardián más fiel de las estructuras de poder. Las jerarquías, desde las corporativas hasta las estatales, parecen funcionar mejor y con mayor fluidez cuanto más se nutren de la imbecilidad. Este fenómeno no es sólo una observación sociológica, sino que es, ante todo, una cuestión filosófica fundamental sobre el propósito y el destino de la especie.

Ante esto, podríamos preguntarnos si la cultura, en lugar de ser un catalizador del progreso, se ha transformado en un simple archivo de conocimientos que desincentiva el esfuerzo individual por pensar. Pues bien, Pino Aprile sostiene que “la inteligencia, en las sociedades humanas, es como arena que se introduce en los engranajes: puede obstruir los mecanismos” (Elogio del imbécil, 1997). La disponibilidad masiva de información a través de la tecnología, lejos de fomentar un pensamiento más profundo, está generando una pereza mental sin precedentes. Ya no es necesario comprender, sino sólo replicar. El intelecto, al ser relegado a una función meramente reproductiva, se atrofia, perdiendo su agudeza y su poder creativo.

La verdadera tragedia filosófica reside en la aceptación pasiva de esta clara involución. La humanidad, en la cúspide de su desarrollo tecnológico, ha comenzado a comportarse como una especia que parece haber agotado su función intelectual. Pino Aprile señala, con elocuente ironía, que “podemos perder la inteligencia igual que perdimos la cola. No es una ventaja evolutiva” (Nuevo elogio del imbécil, 2025). Esta frase encapsula la idea de que la inteligencia, que alguna vez fue crucial para la supervivencia, hoy podría ser tan obsoleta como la cola para un homo sapiens. Nuestro autor refuerza esta noción en su obra más reciente, Nuovo elogio dell’imbecille, al argumentar que la inteligencia se ha convertido en una “cualidad superflua” o un “ornamento”, ya que la sociedad ha externalizado el pensamiento y la resolución de problemas en máquinas. Esta regresión intelectual se manifiesta con claridad en la condición de la distracción perpetua, un concepto analizado magistralmente por el filósofo alemán Walter Benjamin (1892-1940).

Recordemos que, en su influyente ensayo titulado La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica (1935), Benjamin argumenta que la modernidad, a través de medios como el cine, reemplazó la recepción contemplativa del arte con una forma de asimilación masiva y superficial. El público, al ser bombardeado por un flujo incesante de imágenes, se halla en un estado de “distracción”(Ablenkung) que, si bien puede tener un potencial político, también erosiona la capacidad de concentrarse y de experimentar la realidad de forma profunda y crítica. Esta condición nos impide el pensamiento profundo y la experiencia auténtica, ya que la atención se fragmenta y la razón se diluye en la fugacidad de lo inmediato.

Así, la sociedad del espectáculo, con su incesante bombardeo de imágenes y datos superficiales, poda el cerebro del Homo sapiens, haciendo de la estupidez el nuevo ideal adaptativo. Una de las ideas más potentes para comprender esta involución intelectual proviene del filósofo y cineasta francés Guy Debord quien, en su obra seminal La sociedad del espectáculo, argumenta que la vida social ya no se vive de forma directa, sino a través de la “representación”, una colección de imágenes y productos que se interponen entre el individuo y su propia realidad. Para Debord, “el espectáculo no es un conjunto de imágenes, sino una relación social entre las personas, mediada por imágenes” (Debord, G., 1967). En esta sociedad, la experiencia auténtica es reemplazada por la contemplación pasiva. El consumo de imágenes, sean estas publicitarias, mediáticas o digitales, se vuelve el centro de la existencia, y la vida se convierte en una sucesión de momentos separados y desvinculados de un todo significativo. En este contexto, la estupidez no sólo es un subproducto de la distracción, como señalaba previamente Benjamin, sino un requisito funcional. Un individuo que piensa, que cuestiona la autenticidad de las imágenes que consume, es una amenaza para la hegemonía del espectáculo, que se sostiene sobre la pasividad, la obediencia y, en última instancia, la imbecilidad.

A esto se suma el aporte de Gianni Vattimo, quien desde la perspectiva de su “pensamiento débil” (el cual se opone a las filosofías con verdades “fuertes” y “absolutas”), pareciera ofrecer un marco en el cual la estupidez no sólo es tolerada, sino también legitimada como una forma de liberación de los grandes relatos y dogmas. Como él mismo afirmó, “el pensamiento débil no es, en sí mismo, una forma de debilidad, sino una forma de liberación de las ataduras de las grandes Verdades” (Vattimo, G., El fin de la modernidad 1985). En este contexto, la imbecilidad no es el resultado de un déficit concreto, sino la consecuencia de un sistema que intencionalmente ha devaluado la jerarquía de los saberes y que, en su afán por democratizar la opinión, trivializa el conocimiento mismo.

Ahora bien, si Aprile y Vattimo describen el problema, el politólogo argentino Agustín Laje va un paso más allá en su ensayo titulado Generación idiota (2023), al sostener que el fenómeno que acabamos de describir no es un proceso accidental y pasivo, sino una estrategia intencional de control social. Laje sostiene que la imbecilidad es un subproducto de una “revolución cultural” que busca erosionar las bases del pensamiento crítico. Según su análisis, esta estrategia se implementa a través de la promoción de ideología que “ser valen de una retórica simplista y emocional para desactivar la racionalidad” (Laje, A., 2023, Generación idiota: Una crítica al adolescente posmoderno). La imposición de una “moral líquida” y la atomización del individuo, sumadas a la híper-estimulación digital, conducen a una incapacidad para discernir entre la información verdadera y la propaganda. En esta línea, la estupidez no sólo nos vuelve más dóciles, sino que nos convierte en cómplices inconscientes de nuestra propia opresión. La inteligencia, con su tendencia a la división y la confrontación, es vista como un peligro, es decir, un obstáculo para una sociedad que valora la unidad banal, superficial y la conformidad. Es en este punto donde la “nueva apología” de Aprile encuentra su máxima expresión: la estupidez, al ser lo opuesto a la inteligencia, se convierte en un aglutinador social, ya que “la inteligencia divide, la estupidez une” (Lasexta.es., 2025, “¿Somos cada vez más tontos?”).

También debemos recordar el aporte del gran filósofo italiano Umberto Eco, que también se adentró en este terreno, señalando cómo el dominio de la imagen y la superficialidad mediática atrofia el pensamiento. En su ensayo Apocalípticos e integrados (1964) nos advirtió sobre la emergencia de un “neoanalfabetismo visual”, una forma de regresión cultural donde el individuo es incapaz de leer e interpretar de forma crítica la imagen y, por lo tanto, la realidad que a través de ella se le impone. Esta observación complementa la tesis de Aprile sobre cómo el dominio de los medios visuales poda el cerebro, relegando la palabra y, con ella, la capacidad de pensamiento abstracto. La imagen, con su inmediatez y su carácter simplista, se convierte en el nuevo lenguaje universal, un lenguaje que no requiere de la complejidad de la reflexión ni de la sintaxis del pensamiento.

Como se habrán podido percatar, caros lectores, la apología de la estupidez no es un capricho del destino, sino el resultado de un sistema ético que ha perdido la brújula. La postmodernidad, al desmantelar las grandes narrativas, ha instaurado un relativismo que, en su versión más banal, equipara el conocimiento con la opinión y la crítica con la intolerancia. En este escenario, la búsqueda de la verdad es vista como un acto arrogante o retrógrada, mientras que la solidez del pensamiento es reemplazada por la fluidez de las emociones subjetivas. En este marco existencial, tan real que duele, la estupidez se convierte en una herramienta para la supervivencia social, pues la persona que no cuestiona ni piensa demasiado no amenaza en absoluto el frágil consenso de la indiferencia naturalizada.

Lo que acabamos de exponer representa, literalmente, una tragedia de nuestro tiempo que, a pesar de disponer de las herramientas para alcanzar una iluminación sin precedentes, la humanidad elija el camino de la oscuridad cognitiva. La estupidez, antes un error lamentable y/o digno de vergüenza, se ha transformado en un vicio cómodo, un refugio para aquellos que prefieren la certeza de la ignorancia a la angustia del saber y la duda. La pregunta que se nos impone, entonces, no es si podemos perder la inteligencia, sino si ya la hemos perdido, y si el precio por haberlo hecho es el de vivir en una sociedad que se complace en su propia banalidad, una colectividad que ha intercambiado la capacidad de asombro por el consuelo de la complacencia decadente.

En fin, ¿por qué es fundamental leer estas obras de Aprile hoy? Porque su crítica no se limita a señalar el problema, sino que nos obliga a enfrentarnos a nuestra propia complicidad. La “nueva apología del imbécil” no es un libro que se deba leer desde la indignación pasiva y quejosa, sino como un manual para la resistencia intelectual. Se trata de un texto que nos llama a romper el ciclo de la distracción y la complacencia, a reapropiarnos de nuestra capacidad de pensar y de dudar. En un mundo donde la estupidez es un valor funcional, la lectura de Aprile se convierte en un acto de subversión, una forma de rebelión contra la dictadura del conformismo y la trivialidad.

Lisandro Prieto Femenía
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina

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