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«Miércoles Santo: entre la traición y el anuncio de la gracia»

Por: Lisandro Prieto Femenía
«Ella ha hecho lo que podía; se ha anticipado a ungir mi cuerpo para la sepultura.» Jesucristo (Marcos 14:8)
Continuando con nuestra saga de reflexiones pascuales para este 2025, hoy reflexionaremos sobre el Miércoles Santo, día que se erige en el corazón de la Semana Santa con una profunda ambivalencia simbólica, marcado por la sombría realidad de la traición y, paradójicamente, por la luminosa anticipación de la gracia redentora. Lejos de tratarse de un mero preludio a los eventos culminantes del Triduo Pascual, este día nos invita a una análisis filosófico-teológico sobre la naturaleza de la condición humana, también del mal y de la inescrutable gratuidad del amor divino.
La tradición cristiana centra la atención del Miércoles Santo en la figura de Judas Iscariote y su infame pacto con los sumos sacerdotes para entregar a Jesús (Mt 26:14-16). Este acto, narrado con sobriedad en los evangelios sinópticos, no es simplemente un hecho histórico relevante, sino un paradigma de la libertad humana confrontada con la posibilidad del mal. Desde una perspectiva filosófica, la traición de Judas nos interpela a pensar sobre la naturaleza de la voluntad y su capacidad de elegir la oscuridad, a pesar de la proximidad de la luz. Nos lleva también a preguntar si ¿fue acaso la avaricia, como sugieren algunos pasajes bíblicos (Juan 12:6), la única motivación de su acto? ¿O debemos considerar, como apunta el Papa Benedicto XVI, la posible influencia de fuerzas “tenebrosas” que seducen la libertad humana? (Benedicto XVI, Audiencia General, 18 de octubre de 2006).
En su catequesis del día 18 de octubre de 2006, dedicada a la figura de los Apóstoles, el Papa precitado ofreció una profunda reflexión sobre la enigmática traición de Judas Iscariote. Reconociendo la complejidad de las motivaciones que pudieron llevar a este discípulo cercano a entregar a su Maestro, el Pontífice no eludió la dimensión espiritual y la posible influencia de fuerzas oscuras en su decisión. Su análisis, caracterizado por una aguda sensibilidad teológica y un respeto profundo por la libertad humana, ilumina un aspecto crucial de este dramático evento del Miércoles Santo.
Benedicto comienza su reflexión admitiendo la dificultad de penetrar completamente el misterio del corazón de Judas: “Judas es un caso problemático. Jesús mismo le había elegido; sin embargo, Judas al final traiciona a su Maestro. Se plantea la pregunta de cómo pudo llegar a una traición semejante. Algunos consideran la avaricia como la motivación principal; otros remiten a una decepción respecto al modo de actuar de Jesús, que no desencadenó una liberación política como él esperaba” (Benedicto XVI, Audiencia General, 18 de octubre de 2006).
El Papa reconoce las explicaciones más comunes que se han ofrecido para comprender la traición: la codicia por las treinta monedas de plata y la posible frustración ante la naturaleza espiritual del reino anunciado por Jesús, que no se correspondía con las expectativas de una liberación terrenal y política. Sin embargo, Benedicto dirige su atención hacia una dimensión más profunda, presente en los relatos evangélicos: “En realidad, los textos evangélicos insisten en otro aspecto: en un cierto punto, Satanás se apoderó de él (cf. Lc 22, 3; Jn 13,27). Esto nos lleva a reflexionar sobre el misterio del mal y sobre las terribles posibilidades de la libertad humana cuando se deja seducir por las fuerzas tenebrosas” (ibíd.).
Esta cita es fundamental para comprender la perspectiva que ofrece el Pontífice. Al señalar las referencias evangélicas donde se menciona la intervención de Satanás en la decisión de Judas (Lucas 22:3: “Entonces Satanás entro en Judas, llamado Iscariote, que era uno de los doce”; Juan 13:27: “Apenas Judas tomó el bocado, Satanás entró en él”), Benedicto XVI introduce la dimensión de la influencia espiritual maligna. No obstante, es crucial notar que el Papa no exime a Judas de su responsabilidad. La frase “terribles posibilidades de la libertad humana cuando se deja seducir por las fuerzas tenebrosas” remarca que, si bien existe una influencia externa, la decisión final de traicionar a Jesús reside en la voluntad libre de Judas.
Consecuentemente, el Pontífice continúa su reflexión extrayendo una lección universal de este oscuro episodio, al sostener que “la posibilidad de esta traición permanece siempre presente en la historia humana. Incluso después de dos mil años, después de haber conocido a Cristo, de haber sido bautizados, de participar en la Eucaristía, nunca desaparece para el creyente el peligro de ceder a la lógica del mundo, a las motivaciones egoístas, a una visión cínica, pensando a veces que el dinero puede resolverlo todo. Por eso, la vigilancia es siempre necesaria, para que Satanás no encuentre la puerta de nuestro corazón abierta” (Ibíd.).
Con estas palabras, Benedicto trasciende el caso particular de Judas y advierte sobre la perenne amenaza de las “fuerzas tenebrosas” que buscan seducir el corazón humano, incluso dentro de la comunidad de creyentes. La “lógica del mundo”, las “motivaciones egoístas” y una “visión cínica” son presentadas como herramientas sutiles del mal que puede que pueden desviar a los individuos del buen camino, el del Evangelio. La referencia al dinero como falsa solución universal resuena directamente con la motivación de la avaricia atribuida a Judas en algunos relatos.
Finalmente, el Papa concluye su reflexión sobre Judas con una llamada a la vigilancia espiritual: “Así, las páginas oscuras de la traición de Judas son una invitación para cada uno de nosotros a ser vigilantes, evitando ceder a la tentación del mal, y permaneciendo siempre fieles a Jesús” (Ibíd.). La figura de Judas, en su trágica elección se convierte en un memento mori espiritual, un recodatorio permanente del peligro que acarrea apartarse de la fidelidad de Cristo. La influencia de esas “fuerzas tenebrosas” no se presenta como una excusa para el pecado, sino como un factor real que explota las debilidades y las inclinaciones egoístas del corazón humano. La respuesta cristiana, según Benedicto XVI, reside en permanecer atentos constantemente y en una adhesión inquebrantable a Jesús.
La reflexión teológica, tal como se expresa en el Catecismo (CIC, 1868), hace hincapié en la naturaleza personal del pecado y la responsabilidad individual en las propias acciones, así como en la cooperación con el mal ajeno. Si bien el misterio del corazón de Judas permanece opaco, la tradición cristiana consistentemente lo ha visto como un ejemplo trágico del mal uso de la libertad, una elección que se aparta del amor ofrecido por Jesús. Al respecto, San Agustín, al comentar el Evangelio de Juan, reconoce la complejidad de sus motivaciones, pero no atenúa la gravedad de su decisión (“Tratados sobre el Evangelio de Juan”, Tratado LXII, 2). La traición se convierte así en un recordatorio sombrío de la fragilidad de la lealtad humana y la constante amenaza del pecado.
San Agustín aborda la figura de Judas con una mezcla de asombro, tristeza y una profunda conciencia del misterio de la iniquidad. Su análisis no busca simplificar las motivaciones de Judas, sino más bien explorar las complejidades de su corazón a la luz de la Escritura y de su comprensión de la gracia y el pecado.
En el Tratado LXII, al comentar el versículo de Juan 13:2 (“Ya había el diablo puesto en el corazón de Judas Iscariote, hijo de Simón”, que le entregase”), Agustín se detiene en la relación entre la influencia diabólica y la voluntad de Judas. Él no presenta al traidor como un mero títere de satanás, sino que explora cómo el diablo opera dentro del corazón humano: “No es que el diablo le obligara a traicionar a Cristo contra su voluntad, sino que consintió a la sugestión del diablo, y su voluntad se inclinó hacia ese crimen. Porque el diablo puede sugerir, pero no obligar a nadie a pecar, si la voluntad no consiente” (“Tratados sobre el Evangelio de Juan, Tratado LXII, 1).
Aquí, Agustín pone énfasis en la importancia de la voluntad libre. Aunque reconoce la influencia del diablo como una fuerza sugestiva, insiste en que el pecado es, en última instancia, un acto de consentimiento de la voluntad humana. Judas no fue forzado, sino que eligió ceder a la tentación. Más adelante, en el mismo tratado, al comentar el versículo de Juan 13:27 (“Apenas judas tomó el bocado, Satanás entró en él”), Agustín profundiza en la naturaleza de esa “entrada”: “Judas, pues, recibió aquel bocado, no para su bien, sino para su perdición, porque al recibirlo, el diablo entró en él. No es que antes no estuviera en él, sino que entonces entró de una manera más plena y eficaz para llevar a cabo su malvado propósito. Porque así como el Señor entró en los corazones de los discípulos para que tuvieran paz, así también el diablo entró en el corazón de Judas para que concibiera la traición” (Ibíd. 2).
Lo que el Santo de Hipona está sugiriendo es un paralelismo entre la entrada de Jesús en los corazones de sus discípulos para dar paz y la entrada de Satanás en el corazón de Judas para instigar la traición. Esta analogía no implica una igualdad de poder, sino que ilustra cómo ambas influencias pueden operar en el alma humana: la “entrada” del diablo se describe como un fortalecimiento de su propósito malvado, aprovechándose de las inclinaciones previas que Judas tenía.
Y aquí entramos en una duda en la que muchos cristianos se han sumergido eventualmente en su recorrido de la fe, a saber, ¿por qué Jesús, conociendo el futuro, eligió a un traidor como uno de sus doce apóstoles? Pues bien, Agustín aborda esta cuestión destacando la soberanía divina y el misterioso plan de Dios: “El Señor eligió a Judas, no por sus méritos, que no los tenía, sino por su propio designio, para que se cumplieran las Escrituras. Porque estaba escrito que uno de sus propios discípulos lo entregaría” (Ibíd., 4). Para nuestro santo, la traición de Judas, aunque un acto pecaminoso y libre, se inscribe dentro del plan divino para la redención de la humanidad. Esto no justifica el pecado de Judas, pero ayuda a comprender cómo Dios puede extraer bien incluso del mal.
Sin embargo, la liturgia y la tradición también asocian el Miércoles Santo con el evento de la unción en Betania (Juan 12: 1-8; Mateo 26:6-13; Marcos 14; 3-9), un acto que se presenta, aparentemente contrastante con la traición, porque irrumpe como un signo profético de amor y reconocimiento. La mujer, identificada a menudo con María, hermana de Lázaro, unge la cabeza y los pies de Jesús con un perfume de gran valor, un gesto que Jesús mismo interpreta como una preparación para su propia sepultura (Marcos 14:8).
Desde una perspectiva filosófica, la unción en Betania trasciende su dimensión estrictamente ritual, para convertirse en una poderosa expresión de amor gratuito y reconocimiento de la singularidad de Jesús. El derramamiento del perfume costoso, un acto que a los ojos de algunos discípulos parece un desperdicio, revela una lógica del don que desafía el cálculo utilitarista y mezquino. Evidentemente, entonces, este acto de entrega sin expectativa de retorno manifiesta una comprensión profunda del valor intrínseco del otro.
Teológicamente, la unción también anticipa la gracia redentora que emanará del sacrificio de Cristo. El “buen perfume” (Juan 12:3) con el que Jesús es ungido puede interpretarse como un preludio del sacrificio perfecto que se ofrecerá por la humanidad. Como señaló San Juan Pablo II en “Dives in Misericordia” (8), la cruz de Cristo es la “elocuencia más profunda del amor del Padre” y la “prueba suprema de su justicia y de su misericordia”. La unción, en este sentido, se convierte en una respuesta anticipada a este amor misericordioso, un reconocimiento profético de la sacrificialidad inherente a la misión Jesús.
Para concluir, estimados lectores, es preciso indicar que el Miércoles Santo nos sitúa en la encrucijada entre la oscuridad de la traición y la promesa luminosa de la gracia. La figura de Judas nos confronta con nuestra capacidad humana de elegir el mal, incluso estando en la proximidad del bien. El acto de la unción en Betania, por su parte, nos revela la fuerza que tiene el amor gratuito y la anticipación del sacrificio redentor. La tensión entre estos dos polos nos invita a una profunda reflexión teológico-filosófica sobre la libertad, el pecado, el amor y la inescrutable gratuidad de la gracia divina que se derrama incluso en medio de la oscuridad más profunda. Este día, por lo tanto, no es solo un recuerdo histórico, sino una convocatoria a examinar nuestras propias vidas a la luz de estas verdades fundamentales, de las cuales boca hacia afuera decimos creer, pero en la práctica comprendemos con deficiencia y negligencia.
Lisandro Prieto Femenía
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina
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Analizando el vértigo de la venganza: Irán, Israel y el mundo también

Po: Lisandro Prieto Femenía
«No sé cómo será la Tercera Guerra Mundial, pero sí sé que la Cuarta Guerra Mundial será con palos y piedras.»
Albert Einstein
Otra vez, la sombra de una gran guerra se cierne sobre el Medio Oriente, una región que parece estar condenada a un ciclo interminable de violencia y tensión. Los recientes intercambios de ataques directos entre Israel e Irán han encendido todas las alarmas globales, llevando a la comunidad internacional al borde de un abismo cuya profundidad y consecuencias aún son incalculables. Lo que hasta hace poco se manifestaba a través de guerras subsidiarias y enfrentamientos asimétricos, ha escalado a una confrontación abierta que redefine el tablero geopolítico y exige una profunda reflexión sobre las verdaderas causas y los devastadores efectos de semejante beligerancia.
La situación actual es de una volatilidad extrema. Tras el ataque israelí a un consulado iraní en Damasco, al que siguió una represalia iraní con drones y misiles, y una posterior respuesta israelí sobre objetivos militares de inteligencia dentro de Irán, la región se encuentra en un punto de inflexión. Cada acción parece estar generando una reacción, tejiendo una red de represalias que amenaza con arrastrar a más actores a un conflicto a gran escala. Las informaciones de inteligencia y los análisis militares se centran en la capacidad de disuasión de cada parte, en la precisión de sus armamentos y en la contención- o la falta de ella- de sus aliados internacionales. Sin embargo, más allá de la fría lógica estratégica, subyace una serie de interrogantes que, desde una perspectiva filosófica y crítica, resultan ineludibles.
En este ciclo de venganza interminable, ¿a quién le sirve realmente este conflicto? ¿Quiénes son los verdaderos artífices de esta espiral de violencia y quiénes se benefician de la inestabilidad perpetua en una región tan rica en recursos y tan vital estratégicamente? En contrapartida, ¿quiénes son los grandes perdedores, aquellos que pagarán el precio más alto por decisiones tomadas en despachos y palacios lejanos o en la euforia del fervor imperial o nacionalista?
Este tipo de preguntas no circulan en ningún medio de comunicación ni salen de la boca de ningún comunicador del prime time, justamente porque nos obligan a pensar, es decir, ir más allá de la mera descripción de los eventos y a indagar en las capas más profundas de poder, interés y sufrimiento humano. La geopolítica nos ofrece un marco para entender las dinámicas de poder entre Estados, las alianzas cambiantes y la lucha por la hegemonía regional. Pero la filosofía nos interpela sobre la ética de la guerra, la responsabilidad de los líderes y el valor intrínseco de la vida humana.
La retórica del “ojo por ojo” que ha dominado estas últimas semanas de confrontación directa entre Israel e Irán ha cristalizado en acciones militares muy precisas y calculadas, pero de un riesgo incalculable. Los ataques iraníes, que incluyeron el lanzamiento de cientos de drones y misiles hacia el territorio israelí, fueron presentados como una respuesta directa al bombardeo de un anexo consular iraní en Damasco que resultó en la muerte de altos mandos de la Guardia Revolucionaria. La defensa israelí, apoyada por una coalición internacional liderada por Estados Unidos, logró interceptar la vasta mayoría de estos proyectiles, minimizando los daños materiales y, crucialmente, evitando víctimas mortales significativas. Sin embargo, la posterior respuesta de Israel sobre objetivos militares y de inteligencia en Isfahán, Irán, aunque de alcance limitado y con aparente intención de enviar un mensaje de capacidad más que de aniquilación, mantuvo viva la llama de la tensión.
Detrás de los titulares sobre interceptores y drones, la verdadera tragedia se desarrolla lejos de los cálculos estratégicos. Son los civiles, de ambos lados y en toda la región, quienes se encuentran atrapados en la encrucijada de esta peligrosa escalada. En Israel, la población vivió horas de incertidumbre bajo la amenaza de los misiles, con el trauma latente de la guerra. En Irán, la noticia de los bombardeos, aunque minimizada oficialmente, alimenta el temor a una confrontación abierta que podría devastar la infraestructura y la vida cotidiana. Como señalaba el filósofo Immanuel Kant en su ensayo titulado “Sobre la paz perpetua”, “el estado de paz entre los hombres que viven juntos no es un estado de naturaleza… el estado de paz debe ser establecido”. La realidad de hoy dista mucho de esta visión kantiana, con la seguridad de los ciudadanos constantemente en vilo, y la esperanza de una vida normal sacrificada en el altar de las ambiciones geopolíticas de dos o tres degenerados que deciden por ellos y sobre ellos. Las familias se preparan para lo peor, los niños crecen bajo la sombra de la amenaza constante, y la vida se convierte en una serie de pausas entre alarmas y ataques de noticias. Las economías locales, ya frágiles, se resienten aún más, y la inversión en armas desvía recursos que podrían destinarse a producción, salud, educación o desarrollo social.
En el tablero de este conflicto, los actores principales se encuentran impulsados por su propia percepción de seguridad existencial y ambiciones regionales. Teherán, con su teocracia y una Guardia Revolucionaria que extiende su influencia más allá de sus fronteras, busca consolidar su poder en el “eje de la resistencia”, desafiando la hegemonía regional y protegiendo sus intereses, incluyendo sus programas nucleares y de misiles.
Del otro lado, Jerusalén, con un gobierno que prioriza la protección de su población y su territorio, percibe la expansión iraní y su retórica como una amenaza directa a su supervivencia, lo que pareciera justificar sus acciones preventivas y reactivas.
Pero esta confrontación no se limita a dos capitales. Se extiende como una vasta red de intereses y alianzas, donde los actores indirectos ejercen una influencia considerable. Grupos como Hezbollah en Líbano, Hamas en Gaza o los Hutíes en Yemen operan como brazos armados de la proyección de poder iraní, capaces de abrir múltiples frentes y desestabilizar rutas comerciales vitales. Del lado israelí, el apoyo inquebrantable de los Estados Unidos ha sido un pilar fundamental en la disuasión y defensa, con Washington actuando como garante de seguridad y, a su vez, como mediador para evitar una escalada incontrolable. Sin embargo, el rol de Estados Unidos no es ajeno a sus propios intereses estratégicos en el control del flujo energético global y la contención de rivales.
Mientras tanto, potencias como Rusia y China observan con cautela, buscando proteger sus propias esferas de influencia y sus relaciones con todos los actores, a menudo utilizando su peso diplomático para oponerse a intervenciones occidentales o para abogar por una estabilidad que favorezca sus intereses económicos. Los países árabes moderados, como Arabia Saudita y Emiratos Árabes Unidos, aunque comparten la preocupación por la influencia iraní, temen ser arrastrados a una guerra regional que devastaría sus economías y sociedades. Europa, por su parte, clama por la desescalada, consciente de las ramificaciones económicas, energéticas y migratorias de un conflicto ampliado.
Así, las posibilidades futuras se mueven en una cuerda floja, tensa entre el estallido total y la precaria esperanza de un cese el fuego. La doctrina actual parece ser una disuasión mutua, donde ambos bandos calibran sus golpes para enviar un mensaje de capacidad y voluntad sin provocar una guerra abierta que, dadas las consecuencias catastróficas, ninguno parece desear plenamente. Pero esta línea es peligrosamente fina. Cualquier error de cálculo, cualquier ataque no intencionado o cualquier acción percibida como una humillación insoportable, podría romper el delicado equilibrio y desencadenar un conflicto a gran escala con ramificaciones globales.
La búsqueda de un acuerdo de paz o un cese el fuego requeriría una diplomacia hoy inexistente, es decir, exhaustiva y multifacética, involucrando a potencias globales y regionales. Sería necesario abordar las causas subyacentes de la desconfianza y la hostilidad, incluyendo las ambiciones nucleares de Irán, la cuestión palestina, la seguridad de Israel y la influencia iraní en la región a través de sus proxies. Como argumenta el teórico político John Mearsheimer en su obra “La tragedia de la política de las grandes potencias”, los Estados “están condenados a competir por el poder, porque el sistema internacional es anárquico y las capacidades militares son los medios con los que los Estados pueden sobrevivir”. Superar esta lógica de suma cero requeriría un cambio paradigmático en la percepción de seguridad y una voluntad genuina de compromiso. Básicamente, un milagro.
No obstante, la historia nos enseña que, incluso en los escenarios más sombríos, la diplomacia y el diálogo pueden abrir brechas hacia la desescalada. El cese el fuego, por más precario que sea, es siempre preferible a la anarquía de la guerra, ofreciendo un respiro a los civiles y una oportunidad para la razón y la sensatez.
Más allá de las fronteras de Oriente Medio, la escalada actual entre Israel e Irán proyecta una sombra ominosa sobre el orden mundial. Como dijimos previamente, las ramificaciones económicas son inmediatas y profundas: la interrupción del suministro de petróleo a través del Estrecho de Ormuz, una arteria vital para el comercio global, disparará los precios energéticos a niveles insostenibles, desestabilizando los mercados y las economías ya fragilizadas. Las cadenas de suministro globales, aún recuperándose de crisis anteriores, se verían severamente afectadas, impactando desde la producción industrial hasta el coste de vida de millones de personas en cada rincón del planeta.
En el ámbito político, un conflicto abierto desafiaría la ya patética y erosionada arquitectura de la gobernanza actual. Las organizaciones internacionales y el derecho internacional, también en terapia intensiva hace años, se verían aún más debilitados si las potencias no logran contener la beligerancia. Se intensificarían las divisiones entre bloques, con el riesgo de acudir a una nueva Guerra Fría que polarice aún más las relaciones internacionales, desviando la atención y los recursos de desafíos globales apremiantes como las pandemias, la desigualdad y la pobreza. La proliferación nuclear, ya una preocupación latente, está cobrando una urgencia aterradora, ya que la inestabilidad puede incentivar a otros Estados a buscar capacidades atómicas como medida de seguridad.
Los grandes perdedores, en última instancia, somos todos los seres humanos que no tenemos acceso a la protección total de los jefes de Estado. La guerra, en su esencia, es un fracaso de la razón y la empatía. Cada explosión, cada vida perdida, cada desplazamiento forzado no es sólo una estadística, sino una herida en el tejido colectivo de nuestra ya vapuleada civilización. Este conflicto, como tantos otros, revela la cruda realidad de que la seguridad de una nación a menudo se persigue a expensas de la seguridad y el bienestar de otras, creando así un círculo vicioso de miedo, agresión y muerte masiva.
Frente a este panorama espantoso, nuestra postura no puede ser otra que la de una neutralidad activa en favor de la paz. No se trata de culpar a unos u otros, sino de reconocer la complejidad histórica y las múltiples capas de agravios que alimentan esta confrontación. La paz, sin embargo, no es la ausencia de conflicto, sino la capacidad de resolverlo sin recurrir a la violencia, a través del diálogo, la negociación y el respeto mutuo. Es imperativo que la comunidad internacional abandone la red social X y redoble sus esfuerzos diplomáticos. La presión concentrada sobre todos los actores, directos e indirectos, para que se abstengan de nuevas acciones militares y se sienten a la mesa de negociaciones es crucial. Se necesitan garantes confiables y marcos robustos que permitan una desescalada sostenida y el inicio de un proceso de construcción de confianza a largo plazo.
Por último, queridos lectores, es preciso indicar que el cese el fuego no es sólo una tregua militar, sino un imperativo moral. Es la única vía para romper el interminable ciclo de venganza, para sanar las heridas, para reconstruir las sociedades y para que las futuras generaciones no sigan heredando un legado de odio, resentimiento y destrucción. Es hora ya de que la razón sensata guíe la geopolítica, y que la humanidad elija el camino de la ardua concordia sobre el abismo de la exterminación.
Lisandro Prieto Femenía
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina
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Pensando la quimera de la paz en un mundo ciego y necio

Lisandro Prieto Femenía
«Solo la ignorancia nos hace intolerantes.», Charles Peguy
Hoy quiero invitarlos a reflexionar sobre un dilema que, a pesar de su antigüedad, aún tiene urgente vigencia, a saber, la intrínseca conexión entre la intolerancia y la necedad. Nos adentraremos en cómo esta peligrosa amalgama no sólo dificulta, sino que a menudo hace prácticamente imposible la consecución de la paz en un mundo que parece inclinarse, cada vez más, hacia la insensatez. A través de la filosofía, siempre crítica, nunca servicial, explicaremos cómo esta ceguera intelectual y moral se convierte en el cimiento de conflictos y divisiones, pero también, y de manera crucial, intentaremos abrir una ventana a la esperanza de que la razón y la comprensión aún pueden prevalecer.
En su “Libro de los seres imaginarios” (1967), Jorge Luis Borges atribuye a Confucio la siguiente máxima: “El hombre superior es tolerante, el hombre inferior es intolerante” (Borges, 1967, p. 245). Esta sentencia poderosa, tan concisa como profunda, nos introduce en la complicada relación entre la intolerancia y la necedad, un binomio que se impone como obstáculo insalvable para la paz en un mundo que, con frecuencia alarmante, se revela sumido en la estupidez y la maldad.
En su acepción filosófica, la necedad trasciende la mera falta de conocimiento. Es, más bien, una obstinada adhesión a la propia ignorancia, una cerrazón a la posibilidad de la duda y del aprendizaje. Es, como diría Sócrates- de acuerdo con la interpretación platónica-, la ignorancia de la propia ignorancia. El necio se aferra a sus verdades preconcebidas, a sus prejuicios y dogmas, con una convicción que raya en la patología mental. No hay espacio para el diálogo, para la confrontación de ideas, para la crítica y mucho menos para la autocrítica. Su mundo es un monolito inquebrantable, ajeno a la complejidad del mundo y a la pluralidad de todo lo que en él acontece.
La precitada cerrazón es el caldo de cultivo ideal para el surgimiento de la intolerancia. Si la verdad es una y monolítica, si yo soy el poseedor de esa verdad, entonces todo aquel que disienta de ella es un error, una desviación, un enemigo o una amenaza. La intolerancia, por tanto, no es sólo la incapacidad de aceptar lo diferente, sino la necesidad de exterminar lo diferente. Como afirma con atino Hannah Arendt en su obra “Los orígenes del totalitarismo” (1951), “la intolerancia, como la comprensión, se ha manifestado en la capacidad de comprender lo que no se había entendido antes y la incapacidad de concebir aquello de lo que no se tenía experiencia” (Arendt, 1951, p. 438). En pocas palabras, para Arendt el necio, al no poder comprender la multiplicidad, busca imponer la uniformidad.
El resultado de esta fusión entre la necedad y la intolerancia es, sin duda alguna, la violencia, en sus múltiples manifestaciones. Desde la agresión verbal hasta la persecución física, desde la discriminación sutil hasta el genocidio más aberrante, la historia de nuestra humanidad es un testimonio elocuente de cómo la cerrazón mental se traduce inevitablemente en sufrimiento. Al respecto, José Ortega y Gasset, en “La rebelión de las masas” (1930) advirtió sobre la “barbarie del especialismo”, una forma de necedad que se manifiesta en la incapacidad de ver más allá del propio ámbito del conocimiento, generando así una intolerancia hacia todo lo que no encaja en su estrecho horizonte: “El especialista ‘sabe’ muy bien su mínimo rincón del universo, pero ignora de raíz todo lo demás” (Ortega y Gasset, 1930, p. 177). En este contexto, el “hombre-masa”, en su autocomplacencia y autosuficiencia intelectual, se vuelve refractario al pensamiento crítico y a la apertura de los aportes de los otros.
Ahora procedamos a analizar el concepto mismo de paz que, desde la filosofía, dista de ser la inexistencia de conflicto o el simple interludio entre guerras. Pensadores gigantes, a lo largo de la historia, han buscado dotar a la paz de un significado más profundo, elevándola de un estado pasivo a una condición activa y virtuosa de la existencia humana y social. Si bien encontraremos diferencias entre perspectivas, notaremos una sola coincidencia: en un mundo regido por necios y estúpidos, es imposible que haya paz.
Para Platón, por ejemplo, la paz en la polis (ciudad-estado) estaba intrínsecamente ligada a la justicia y la armonía interna. En su obra “La República”, la ciudad ideal es aquella donde cada parte cumple su función y donde la razón gobierna sobre los apetitos y las pasiones. La discordia y el conflicto (la stasis) dentro de la ciudad eran vistas como la antítesis de la paz. Por tanto, para Platón, la paz se lograba a través de una correcta organización social y una vida individual virtuosa, donde la justicia garantiza el equilibrio y la estabilidad (Platón, La República, Libro IV, 433a-b). Evidentemente, la paz no era un mero cese de hostilidades, sino un estado de orden y rectitud por el que valía la pena esforzarse, cada uno desde su lugar.
Por su parte, Aristóteles también valoraba la paz como un bien, pero la entendía como el fin de la guerra, no como un fin en sí mismo absoluto, sino más bien como condición necesaria para la vida buena y la búsqueda de la virtud. Para él, la eudaimonía (felicidad o florecimiento humano) era el objetivo supremo, y la paz permitía el desarrollo de las actividades que conducen a esa plenitud. En su “Política”, Aristóteles discute cómo la mejor constitución debe orientarse a la paz para que los ciudadanos puedan dedicarse a la vida virtuosa y al ocio noble- es decir, tiempo libre para formarse, no para ser fanáticos de noticieros mediocres- que permite el desarrollo intelectual y moral (Aristóteles, Política, Libro VII, 1333a-b). Vista así, la paz es la base para el ejercicio correcto de la razón y el funcionamiento armónico y ordenado de la vida cívica.
Pero es quizás Baruch Spinoza quien ofrece una de las definiciones más concisas y poderosas para la paz, alejándose definitivamente de la idea de una mera pasividad. En su estupendo “Tratado teológico-político”, Spinoza afirma que “la paz no es una ausencia de guerra, es una virtud que brota de la fortaleza de ánimo, de la confianza y de la justicia” (Spinoza, 1670, Capítulo III). Aquí, la paz se convierte en una cualidad intrínseca del ser, una disposición activa del espíritu que se manifiesta en la benevolencia, la confianza mutua y el establecimiento de la justicia. Para él, la verdadera paz no puede ser impuesta desde el exterior, sino que surge como una fuerza interior y de un compromiso con principios éticos y racionales.
Finalizando con el marco teórico filosófico, Kant en su ensayo titulado “Sobre la paz perpetua”, aborda la paz desde una perspectiva jurídica y moral, proyectándola no sólo como un estado interno sino como una aspiración global. Kant argumentaba que “la paz no es el estado natural de los hombres” sino que “debe ser instaurada” (Kant, 1795, Primera Sección). En esta perspectiva, la paz perpetua es un ideal regulativo hacia la cual la humanidad debe tender a través del establecimiento de una federación de estados libres, regidos por el derecho público y el respeto a la autonomía de cada nación y cada individuo (pobre Kant, si pudiera ver cómo funciona la ONU en la actualidad, se llevaría menuda decepción). Se trata de un concepto de paz que se orienta hacia un orden internacional basado en la razón, la justicia y la cooperación, donde la guerra es proscrita como un medio ilegítimo de resolución de conflictos. Es, en pocas palabras, una paz que se construye activamente, a través del derecho y la moral, y no una simple cesación de la violencia.
La paz, en este panorama, se convierte en una quimera. ¿Cómo construir la armonía social si cada individuo o grupo se atrinchera en sus propias “verdades”, negándose a escuchar y a comprender al otro? La paz no es la ausencia de conflicto, sino la capacidad de resolverlo de manera constructiva, a través del diálogo y el respeto mutuo. Pero, para ello, se requiere una dosis de humildad intelectual, la disposición a reconocer que nuestra propia “verdad” puede ser parcial o incompleta, y que la verdad del otro puede enriquecernos. Esto es, precisamente, lo que le falta al necio intolerante.
A pesar de este panorama sombrío, queridos amigos, no todo está perdido. La esperanza reside en la capacidad del ser humano para trascender su propia necedad. La educación, en su sentido más amplio, es una herramienta fundamental para liberar de este tipo de estupidez naturalizada a los ciudadanos del presente y del futuro (lo que vienen de arrastre, poco arreglo tienen realmente). No se trata sólo de acumular conocimientos, sino de cultivar el pensamiento crítico, la empatía, la capacidad de dudar y de cuestionar, como también de participar activamente en el rol cívico en pos de un bien común. Se trata de formar individuos que, como diría Immanuel Kant en “Qué es la Ilustración” (1784), sean capaces de salir de su “minoría de edad” y de pensar por sí mismos: “La minoría de edad es la incapacidad de servirse de su propio entendimiento sin la dirección de otro” (Kant, 1784, p. 25).
La filosofía, en este sentido, juega un papel crucial, en tanto que al invitarnos a la reflexión, al análisis de nuestras propias ideas y a la confrontación con las ideas de los demás, nos abre las puertas a una comprensión más profunda de nosotros mismos y del mundo en el que habitamos. Nos enseña que la verdad es un camino, no un destino, y que la tolerancia es el combustible que nos permite transitarlo junto a otros. En este sentido, la paz no es un regalo que cae del cielo, sino una construcción colectiva que exige un esfuerzo constante por despojarnos de la necedad y abrirnos a la complejidad del mundo y a la riqueza de la diversidad sin pretensiones de imposición alguna. Sólo así, superando la tiranía de la propia ignorancia, podremos vislumbrar la posibilidad de un futuro más pacífico y justo, o sea, menos necio y violento.
Lisandro Prieto Femenía
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina
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Opinet
Reconstruyendo la figura del padre: entre el desprecio y la reivindicación

Lisandro Prieto Femenía
“Cuando se suprime la autoridad del padre, la vida se convierte en un laberinto sin salida para el hijo”, Erich Fromm, El miedo a la libertad
Bien sabemos que vivimos en un mundo que a menudo parece empeñado en deconstruir cada pilar de su propia estructura, y entre ellos, la figura del padre ha emergido como uno de los blancos más recurrentes en las últimas décadas. A las puertas de la celebración del día del padre en Argentina, este 15 de junio, se impone una profunda reflexión sobre cómo el rol paterno, y por extensión la masculinidad misma, ha sido sistemáticamente bastardeado por ciertas corrientes ideológicas que, bajo el paraguas del progresismo posmo progre, han sembrado la duda y el desprecio sobre lo que alguna vez fue un pilar fundamental de la familia y la sociedad. No se trata aquí de añorar un patriarcado opresor, sino de discernir la diferencia entre la crítica necesaria y la anulación ideológica.
Nuestro nefasto presente, la postmodernidad, con su inherente fragmentación y su cuestionamiento de las grandes narrativas, ha propiciado un terreno fértil para la reevaluación de los roles de género. Sin embargo, lo que comenzó como una legítima crítica a un sistema estructurado de relaciones sociales y sus desequilibrios de poder, derivó en ocasiones hacia una deslegitimación generalizada de la masculinidad misma. La figura del hombre, y con ella la del padre, ha sido etiquetada y demonizada bajo la sombra de una opresión histórica que no existe desde hace, por lo menos, medio siglo.
Al respecto, Jordan B. Peterson, señala que “la patologización del dominio masculino y la equiparación de la jerarquía con la tiranía están destruyendo la confianza de los hombres en su propio potencial constructivo” (Peterson, J. B. 12 reglas para vivir: Un antídoto al caos, 2018, p. 116). De esta forma, se gesta una narrativa donde el hombre, en tanto portador de una masculinidad tradicional, es inherentemente problemático, un agente de desigualdad cuya autoridad debe ser socavada. Esta crítica, en su versión más radical, no busca una masculinidad sana y equitativa, sino que parece apuntar a su erradicación como fuerza natural y cultural significativa.
Este proceso intencional de deconstrucción ha penetrado el imaginario colectivo, permeando las dinámicas familiares y la percepción social del rol paterno. El padre, que otrora representaba la ley, la autoridad y el sostén, ha sido progresivamente desdibujado. En el afán de romper con moldes rígidos, se ha llegado a proponer la prescindibilidad de su figura, o peor aún, a representarla como una amenaza latente. Zygmunt Bauman, al abordar la “modernidad líquida”, describe una fluidez en las relaciones humanas donde los lazos duraderos se desvanecen. Si bien Bauman no se centra exclusivamente en la figura del padre, su análisis de la fragilidad de los vínculos y la precarización de las instituciones tiene bastante relación con la actual disolución del rol paterno. Al expresar que “las instituciones duraderas que solían proporcionar una estructura firme para la vida humana están siendo desmanteladas o se están volviendo cada vez más débiles, efímeras y provisionales” (Bauman, Z. Modernidad líquida, 2000, p. 11) nos presenta un panorama claro en el que el padre, como institución familiar y social, no escapa a esta licuefacción. Su autoridad, antes incuestionable, se ha diluido en un mar de relativismos, a menudo sin ofrecer un sustituto que brinde la misma estabilidad y dirección.
El impacto de esta violencia sistemática no es menor. El rol del padre, entendido clásicamente como el portador de la ley, el que introduce al niño en el orden simbólico y social más allá de la díada materna, ha sido objeto de una permanente relativización intencional. La noción de que la autoridad paterna es intrínsecamente opresiva ha llevado a que muchos hombres duden de su propio papel, e incluso se inhiban de ejercer una paternidad que, si bien debe ser amorosa y empática, también requiere firmeza y establecimiento de límites.
Sobre este último aspecto, Christopher Lasch, en su obra titulada “La cultura del narcisismo”, aunque escrita en otro contexto, anticipa una sociedad donde el individualismo y la atomización familiar erosionan la base de la crianza. La ausencia de figuras paternas fuertes, o la devaluación de su función, contribuye a la proliferación de personalidades más frágiles y menos aptas para afrontar los desafíos del mundo exterior. En pocas palabras, si el padre no representa el vector que conecta al hijo con el mundo externo de las normas y los desafíos, ¿quién lo hará? La ideología posmo-progre, al vaciar de sentido el rol paterno, deja un hueco que no puede ser llenado simplemente con la noción de un progenitor indistinto.
Frente a este panorama triste e injusto, es imperativo trascender el discurso simplificador y reivindicar la irremplazable importancia de la figura paterna. No se trata de realizar un llamado al retorno de modelos obsoletos de autoritarismo, sino de reconocer la singularidad y la complementariedad del rol del padre en el desarrollo integral de los hijos y en la estabilidad misma de la sociedad. El padre, en su mejor expresión, es fuente de seguridad, un modelo de fortaleza y resiliencia, y el portador de una perspectiva diferente que enriquece la dinámica familiar. Sobre este aspecto, Jacques Lacan, la función del padre es la introducir la “ley”, el “Nombre del Padre”, que permite al sujeto salir de la relación especular con la madre e ingresar al orden simbólico del lenguaje y la cultura (Lacan, J. Escritos 1, 1966, p. 280, en referencia a la función simbólica del padre en el Edipo). Pues bien amigos, esta función, lejos de ser opresiva, es estructurante, es decir, es lo que permite al individuo internalizar las normas sociales y diferenciarse, construyendo su propia identidad sin que ninguna moda pasajera la moldee por él.
También, es fundamental destacar que la presencia de un padre comprometido no sólo ofrece una figura de autoridad amorosa, sino que también fomenta la autonomía, la capacidad de asumir riesgos y la templanza en los hijos. La figura paterna, con su alteridad respecto a la madre, ofrece un modelo de relación distinto, vital para la comprensión de las diferencias de género y la construcción misma de la identidad sexual. Un padre presente y activo es crucial para el equilibrio familiar y para la formación de ciudadanos capaces de enfrentar los desafíos de la vida con responsabilidad y entereza. Despreciar o pretender anular esta figura es, en última instancia, un acto de autosabotaje social, una renuncia a una de las fuerzas más potentes y necesarias para la formación de individuos libres y sociedades cohesionadas.
La precitada denigración ideológica sobre la figura del padre no se ha limitado al ámbito discursivo, sino que se ha incrustado violentamente en la realidad social, dejando una estela de daño y dolor palpable y concreto en la vida de muchos hombres y sus hijos. Las consecuencias de esta campaña de desprestigio se manifiestan en escenarios judiciales, en la dinámica familiar y en la percepción pública, generando una profunda distorsión del vínculo paterno-filial.
Uno de los ejemplos más lacerantes de este daño se observa en el distanciamiento y la alienación parental, a menudo facilitados o exacerbados por procesos judiciales. En innumerables ocasiones, tras una separación conflictiva, se instrumentaliza a la justicia para alejar a los hijos del padre. Esto puede manifestarse a través de la obstrucción sistemática del régimen de visitas, la negativa a cumplir con los acuerdos de tenencia o, incluso, la promoción activa de un rechazo irracional hacia el padre por parte de la madre.
Aunque el concepto de alienación parental es debatido en el ámbito psicológico, sus manifestaciones en la práctica son innegables: niños que, sin razón aparente, se niegan a ver a sus padres, repiten acusaciones sin fundamento o expresan un miedo infundado hacia ello, sembrando una brecha emocional que suele ser irreparable. El sistema judicial, totalmente corrompido y degenerado, en su afán de proteger a la “parte más vulnerable”- a menudo interpretada automáticamente como la versión de la madre-, se convierte en cómplice de esta fractura, al no actuar con la contundencia y objetividad necesaria ante la evidencia de manipulación o impedimento de contacto.
Aunado a todo esto, las falsas denuncias emergen como una de las herramientas más perniciosas utilizadas para destruir la reputación y la relación del padre con sus hijos. En un contexto de creciente sensibilización sobre la violencia de género, algunas personas, amparadas en la presunción de veracidad que a menudo acompaña a estas acusaciones, recurren a imputaciones infundadas o falsas de violencia, abuso o incumplimiento, para obtener ventajas en litigios de familia o simplemente para aniquilar la figura paterna en cada caso particular.
Estas denuncias, incluso cuando posteriormente se demuestran falsas, dejan una huella indeleble. El proceso judicial en sí mismo es una condena social que implica el escarnio público, la pérdida del empleo, el estigma social y, lo más doloroso, la suspensión o limitación inmediata del contacto con los hijos. Como bien apuntaba el sociólogo y filósofo Jean Baudrillard en su crítica a la simulación y la hiperrealidad, “la realidad se ha convertido en una imagen, un signo, y no en un referente de algo que se ha producido en el mundo real” (Baudrillard, J. Cultura y Simulacro, 1978, p. 7). Pues bien, en el ámbito de estas acusaciones, la “realidad” construida por la denuncia falsa, la imagen que proyecta, anula la verdad objetiva y condena al individuo en el plano simbólico, independientemente de la absolución legal posterior.
Finalmente, tenemos que mencionar las campañas difamatorias en las redes sociales o en círculos personales, que complementan este asalto sistemático a la figura paterna. Espacios que deberían ser de conexión se convierten en foros de linchamiento, donde la imagen del padre es pulverizada mediante la difusión de rumores, acusaciones no verificadas y juicios sumarios. Estas campañas buscan aislar al padre, minar su autoridad ante sus hijos y ante la comunidad y destruir cualquier posibilidad de una relación sana. La facilidad con la que se viralizan estas narrativas, sin la necesidad de pruebas o del debido proceso, crea un ambiente de “justicia paralela” que es devastador para el padre afectado. Así, amigos míos, la postverdad, concepto tan acuñado en nuestros tiempos, encuentra en estas prácticas un terreno fértil, donde las emociones y las creencias priman sobre los hechos objetivos, y donde la reputación de un padre puede ser demolida sin un juicio justo, simplemente por la fuerza del relato prevalente que la moda progre avala sin miramientos.
En suma, el discurso de deconstrucción del padre no se queda en la teoría. Se materializa en acciones concretas que, al amparo de ciertas lecturas ideológicas y a través de mecanismos legales o sociales pervertidos, despojan al padre de su lugar, de su dignidad y, trágicamente, del irrenunciable derecho a ejercer una paternidad plena y amorosa. Este es el precio de abrazar irracionalmente una ideología que, en su radicalidad, confunde la lucha por la igualdad con la aniquilación de uno de los pilares esenciales de la vida familiar.
Para terminar, queridos lectores, la crítica esbozada a lo largo de este texto no es un lamento nostálgico por un pasado idealizado, ni una negación de los avances en materia de igualdad de género. Es, en cambio, una crítica frontal a una ideología que, en su afán de deconstrucción radical, ha despojado a la figura del padre de su dignidad, de su valor intrínseco y de su innegable función social. El progresismo decadente, en su vertiente más dogmática (es decir, la que más financiamiento ha recibido) ha contribuido a un desprecio sistemático de la familia como institución fundamental y ha marginado el rol del padre, concibiéndolo como una reliquia de un patriarcado opresor ya inexistente, en lugar de reconocer su potencial transformador y fundante.
No es momento de sumarse al coro que busca disolver las identidades y los roles en una indistinción que empobrece. Es el momento de reivindicar al padre, no como un vestigio del pasado, sino como una necesidad imperiosa del presente y del futuro. Es hora de restaurar la confianza en la masculinidad sana, aquella que se construye sobre la responsabilidad, la protección, el ejemplo y el amor incondicional. La familia, en su diversidad de formas, sigue siendo el crisol donde se forjan las futuras generaciones, y en ese crisol, la figura del padre, con su autoridad amorosa y su perspectiva única, es irremplazable. Negar este rol, o reducirlo a la caricatura de un opresor, es debilitar el tejido social y privar a los hijos de una de las brújulas más importantes para navegar la complejidad de la existencia humana. Por ello, reivindico al padre, en su autenticidad y su potencia, como un pilar fundamental para reconstruir un mundo más íntegro y menos líquido.
Lisandro Prieto Femenía
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina
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