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Despreciando el culto a la ignorancia

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Por: Lisandro Prieto Femenía

Para comprender cabalmente el sentido del título del presente ensayo, es preciso remontarnos al año 1985, cuando el escritor y científico Isaac Asimov alertaba sobre un fenómeno alarmante que ya se venía gestando en la sociedad, particularmente en occidente: el culto a la ignorancia. Esta denuncia de Asimov, lejos de ser una mera observación anecdótica relatada por un comentarista de noticias decadentes, se ha demostrado ser una crítica bastante acertada de las tendencias que han ido permeando en nuestra cultura, especialmente en la era de la información y la híper-conexión.

Es cierto, vivimos en un momento histórico donde la información nunca ha estado tan accesible, pero también donde la desinformación y la superficialidad del conocimiento se han propagado con una rapidez alarmante. El culto a la ignorancia, en su forma más nociva, no es simplemente la carencia de ciertos conocimientos, sino una actitud activa de desprecio hacia la experticia, la ciencia y el conocimiento profundo.

Pues bien, una de las características más inquietantes del culto a la estupidez es la tendencia a considerar que todas las opiniones tienen un mismo valor, sin importar la formación, el estudio o la experiencia detrás de ellas. La paradoja radica justamente en esto: vivimos en un mundo donde las redes sociales permiten que cualquier persona exprese su opinión, generando así una apariencia de igualdad superficial de voces que ha llevado a una visión distorsionada de la democracia.

La democracia, como sistema político, ahora es vista como un sinónimo de “todas las opiniones tienen el mismo peso”, lo cual nos ha traído a este pozo decadente desde un punto de vista moral, cultural y científico. Pues no, la democracia es otra cosa, más parecida a un espacio donde se valora la deliberación informada, el diálogo basado en hechos y la toma de decisiones fundamentadas y, particularmente, la democracia moderna, depende de la participación activa de los ciudadanos, pero esta participación no debería estar basada en la ignorancia ni en el desconocimiento de los temas fundamentales.

Los científicos, los expertos, los estudiosos en general, desempeñan un papel crucial en la construcción de una sociedad más justa y racional, contrariamente a lo que creen los patéticos terraplanistas y clientes de las constelaciones familiares del Siglo XXI. El trabajo de los especialistas no es sólo un asunto técnico, sino que tiene implicaciones profundas que repercuten en nuestra calidad de vida y en la toma de decisiones que nos afectan a todos por igual.

En este contexto, la ciencia es un producto del pensamiento crítico y de la evidencia, motivo por el cual los científicos no son infalibles, pero el proceso de investigación científica está diseñado para corregir errores, cuestionar hipótesis y construir un conocimiento que se aproxima cada vez más a la realidad, contrariamente a los aportes que podría brindar un youtuber o una señora que se llama Marta, leyendo la borra del café de la mañana. En este sentido, los expertos sí tienen un valor esencial que no debería ser ignorado: a lo largo de la historia, los avances científicos han permitido que la humanidad alcance logros impensables, desde el control de enfermedades hasta el descubrimiento de muchas leyes fundamentales del universo.

Contrariamente al pensamiento oscurantista postmoderno, la ciencia no es un conocimiento “elitista”, sino más bien una herramienta que nos permite mejorar nuestra calidad de vida y superar innumerables desafíos: desde la medicina hasta la tecnología, la ciencia está en el corazón de muchos de los avances que han transformado nuestra sociedad. Sin embargo, en estos tiempos patéticos, somos testigos de un creciente escepticismo hacia la ciencia, alimentado por una desinformación adaptada al intelecto del consumidor promedio que se difunde con extrema rapidez. Este fenómeno no sólo pone en peligro la integridad de nuestras instituciones, sino que también amenaza con nuestra capacidad para abordar tanto problemas domésticos como globales, como la violencia intrafamiliar o el cambio climático, las pandemias y las crisis políticas.

Lo precedentemente enunciado no es otra cosa que el peligro que implica la simplificación atroz del pensamiento y la innecesaria importancia que se le está dando a la nefasta «opinión popular». Es cierto, vivimos en un mundo saturado de información que no sirve para nada, más la tendencia a simplificar los problemas complejos y buscar respuestas fáciles y rápidas son parte del paquete perezoso reinante del ciudadano promedio. Las plataformas de redes sociales dan lugar a lo que podríamos llamar «opinión pública», en la cual las personas, sin la formación adecuada, se sienten habilitadas para opinar sobre temas complejos sin considerar las implicaciones de su falta de conocimiento.

Este fenómeno tan triste, se ve reflejado en el desprecio por los expertos, la promoción de teorías conspirativas delirantes y el rechazo de la evidencia científica en favor de creencias populares de muy dudosa procedencia y credibilidad. En definitiva, el culto a la ignorancia se manifiesta también en la exaltación de la institución frente al conocimiento riguroso en sí: la creencia de que la experiencia personal o la «sabiduría común» son más valiosas que el conocimiento organizado y acumulado con rigurosidad a lo largo de de los años de estudios autorizados, es una falacia peligrosa. Y sí, amigos míos, aunque sea políticamente incorrecto, hay que decirlo, la ignorancia es atrevida, y mucho más cuando es considerada una forma legítima de conocimiento, junto con las opiniones que no deberían ser tenidas en cuenta sólo por su volumen de seguidores o por el ruido que generan en los medios masivos de distracción, mal llamados «de comunicación».

Ante semejante panorama, es necesario que nos preguntemos: ¿Qué responsabilidad nos cabe como sociedad, ante la decadencia sin precedentes del conocimiento? Pues bien, se supone que en una sociedad democrática, el conocimiento debe ser respetado y protegido, y los expertos deben tener el espacio necesario para comunicar sus hallazgos y reflexiones sin temor a ser descalificados por opiniones infundadas de ignotos adictos a la estupidez. En este sentido, los ciudadanos tenemos la responsabilidad- aunque no quieran asumirla- de educarnos y buscar fuentes confiables de información, en lugar de sucumbir a la tentación de confiar en «opiniones populares» que no están fundamentadas en el conocimiento profundo de los temas.

En definitiva, el verdadero reto al que nos enfrentamos es el de crear una sociedad que deje de aplaudir el oscurantismo anticientífico y anti-racional y reconozca la importancia de los expertos en la toma de decisiones. Esto no significa que los ciudadanos deban rendirse ante el autoritarismo científico, sino que deben estar dispuestos a aprender, a cuestionar de manera crítica y a distinguir entre lo que está fundamentado en evidencia y lo que es simplemente un delirio ridículo de redes sociales. No se trata, solamente, de una cuestión intelectual o epistemológica, sino de un asunto extremadamente importante desde un punto de vista político: una sociedad mediocre, inculta, orgullosa de ser ignorante y pedante, no puede exigir tener funcionarios con un desempeño ético e intelectual superior al que ella detenta. Es injusto que en cargos de toma de decisiones científicas e industriales se encuentren pigmeos de extrema ignorancia y de muy baja capacidad intelectual para realizar un verdadero aporte al progreso de la sociedad (motivo por el cual les estamos pagando, en vano, con nuestros impuestos).

En fin, queridos lectores, creo que tenemos que apuntar hacia una sociedad informada y más crítica. El culto a la estupidez, al «se dice que», a la ignorancia, es una amenaza real para el progreso y el bienestar colectivo. La ciencia, la investigación rigurosa y la experticia son esenciales para abordar los desafíos de este presente decadente que ya tiene la forma de una «edad oscura». Es crucial que, como sociedad, aprendamos a reconocer el valor del conocimiento y a no permitir que las opiniones ridículas sin fundamento eclipsen las voces de quienes sí han dedicado sus vidas a estudiar y a comprender el mundo. Solo a través del respeto al conocimiento exhaustivo, podemos avanzar de manera responsable hacia un futuro menos idiota, más justo y equitativo, en el cual los que más saben no tengan vergüenza de hablar ni pudor para aportar soluciones a lo que más abunda, a saber, problemas que requieren una urgente solución.

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Con la música actual, la vida es un error

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Lisandro Prieto Femenía

«Sin música, la vida sería un error» Friedrich NietzscheEl crepúsculo de los ídolos

Seguramente se habrán percatado que en redes sociales circula, a modo de meme, una afirmación de Friedrich Nietzsche que versa: “Sin música, la vida sería un error”. Más allá de la banalidad de la circulación de esta frase, lo que allí se está estableciendo es la diferencia de cualquier otro ser en la naturaleza como el único que es capaz de crear obras de arte, y dentro de esa creación, la música ocupa un lugar privilegiado y fundamental. Si la vida sin arte sería una existencia despojada de su máxima expresión, la vida sin música sería, para Nietzsche, un vacío insalvable. Esta cita no es una mera hipérbole, sino una tesis ontológica que eleva  la música al rango de fuerza primordial, un pilar sobre el cual se sostiene la experiencia humana. Pues bien, en esta reflexión intentaremos explorar la centralidad que tiene la música en la filosofía, la conectaremos con pensadores que la han abordado desde diversas perspectivas y la confrontaremos con la degeneración de la creación sonora en la época detestable llamada postmodernidad, un síntoma de un error vital que la música, en su esencia, debería contrarrestar.

Tengamos en cuenta que, para Nietzsche, el lenguaje y la razón, a menudo reductores, intentan encapsular la vastedad de la existencia en conceptos rígidos. La música, en cambio, opera en un plano distinto. Es el lenguaje de la voluntad misma. En su obra “El nacimiento de la tragedia”, Nietzsche sostiene que “el lenguaje de la música es anterior al concepto”, y en una carta a su amigo y confesor Peter Gast en 1877 expresó que “la vida sin la música es sencillamente un error, una fatiga, un exilio”. Esta idea nos indica que la música, al ser un lenguaje de la voluntad, nos permite acceder a la realidad de una manera más directa y auténtica.

Esta perspectiva se entrelaza directamente con la de Arthur Schopenhauer, mentor intelectual de Nietzsche. En su obra titulada “El mundo como voluntad y representación”, Schopenhauer eleva la música por encima de todas las demás artes, argumentando que no es una copia de las ideas del mundo, sino un reflejo directo de la voluntad misma. De hecho, llegó a afirmar allí que “la música no es en absoluto, como las demás artes, una copia de las Ideas, sino una copia de la voluntad misma”, confirmando con ello que la melodía expresa el constante fluir de la voluntad, con sus anhelos insatisfechos y sus penas inherentes, convirtiéndose así en una forma de conocimiento metafísico.

Si bien Nietzsche veía en la música una fuerza de rebeldía dionisíaca, la tradición filosófica griega la entendía como un elemento clave para el orden social y la formación ética. Platón, en su “República”, dedicó un espacio considerable a la música como pilar de la educación de los guardianes. Para él, la música no era un simple pasatiempo, sino una “ley moral” que daba “alma al universo, alas a la mente, vuelos a la imaginación”. Los diferentes modos musicales (escalas) fluían directamente en el carácter de los ciudadanos, y por ello, los modos que promovían la virtud y la moderación debían ser cultivados.

Por su parte, Aristóteles profundizó en la idea de la mímesis (imitación) musical. En su “Política”, sostenía que la música “imita las pasiones mismas” de tal forma que “reproduce” el carácter, y por ello, su importancia en la formación del alma de los jóvenes. La música, además de evocar pasiones, las purifica a través de la catarsis, un concepto central en su “Poética”. De esta manera, la música se convierte en una herramienta para templar el alma y alcanzar el equilibrio emocional fundamental para la vida en la pólis.

Esta idea de un orden subyacente en la música volvería a tener vigencia siglos más tarde en Gottfried Wilhelm Leibniz, quien la definió como “el placer que experimenta la mente humana al contar sin darse cuenta que está contando”. Para el filósofo racionalista, la armonía musical no es casualidad, sino el resultado de complejas relaciones matemáticas que el alma humana percibe de forma inconsciente. En la música, Leibniz veía un reflejo de la armonía preestablecida del universo, una correspondencia entre las leyes que rigen el cosmos y las percepciones de la mente humana.

La visión de los precitados filósofos, que veían en la música la esencia de la voluntad o la armonía del cosmos, se ve desafiada por la decadencia de la calidad del ruido llamado música en la era postmoderna. En el siglo XX, pensadores como Theodor W. Adorno, desde la Escuela de Frankfurt, ya advertía sobre los peligros de la industria cultural. En su ensayo titulado “Sobre el carácter fetichista en la música y la regresión del oído” (1938), Adorno argumenta que la música popular ha sido estandarizada y convertida en una mera mercancía, sosteniendo asimismo que “el valor fetichista de la mercancía penetra hasta en la música popular, y la estandarización de los productos crea una escucha regresiva”. Tengamos en cuenta que, para Adorno, la música de masas ya no es algo que se vive o se siente, sino que se consume de forma pasiva, perdiendo su potencial crítico y transformador.

Esta crítica se profundiza aún más al incorporar la reflexión de Walter Benjamin sobre la pérdida del aura en la obra de arte. En su célebre ensayo “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica” (1936), Benjamin define el aura como “el aparecimiento único de una lejanía, por cercana que pueda estar”. Se trata de la unicidad de un obra en su “aquí y ahora”, su historia, su autenticidad y su tradición, elementos que le confieren una presencia irrepetible. Pues bien, la reproducción técnica masiva, ya sea a través de la fotografía o, en el caso de la música, de grabaciones y streaming, destruye esa aura: “incluso en la reproducción mejor acabada falta algo: el aquí y ahora de la obra de arte, su existencia irrepetible en el lugar en que se encuentra”. Pobre Walter, si supiera que ahora las personas asisten a los conciertos y, en lugar de mirar y escuchar con atención a los artistas, la totalidad del auditorio está grabando la experiencia con un dispositivo móvil.

En este contexto de crisis de la calidad estética, son muy pocas las voces críticas contemporáneas que se alzan para denunciar la anarquía y la falta de sustancia en el arte posmoderno. Sin ir muy lejos, en diciembre de 2024 publiqué un artículo titulado “Recuperando la distinción entre arte y bodrio”, en el cual planteaba que la cultura actual parece haber abrazado una “cultura de la mediocridad” que ha borrado esta línea entre la creación genuina y el mero simulacro. Así, la música posmoderna, en su búsqueda de lo “plural” y lo “ecléctico”, ha sucumbido a un eclecticismo vacío que mezcla y destruye géneros sin una coherencia interna real. Al respecto, el musicólogo Ramón Barce (1928-2008), crítico de la música de vanguardia, señalaba que esta “patológica necesidad de lo nuevo” conducía a una superficialidad que carecía de la profundidad que, para Nietzsche, era la esencia misma de la música. En la actualidad esta tendencia se agrava con la lógica de las plataformas digitales, donde la música se reduce a clips de segundos, a singles desechables y a algoritmos que dictan lo que el oyente debe consumir. La infinitud de la reproducción digital ha aniquilado el aura. Un concierto en vivo, repito, un vinilo desgastado por la aguja, una grabación con imperfecciones, poseían una historia y una presencia. Hoy, un track digital es una entidad sin historia, sin un “aquí y ahora”, un fetiche estandarizado despojado de su valor cultural. En este contexto, la música ya no es una afirmación de la vida, sino un ruido molesto de fondo que disimula el vacío. Lejos de ser un antídoto contra el nihilismo, se convierte en un síntoma de éste.

Hemos realizado un recorrido, desde la visión nietzscheana de la música como afirmación de la vida hasta su degeneración en la era del consumo masivo. La crítica de Adorno, Benjamin y otras tantas voces contemporáneas nos ha mostrado que el error no es la ausencia de la música, sino la presencia de una música asquerosa, vacía, despojada de su esencia vital y de su aura. La pregunta crucial que nos queda, entonces, no es si la música es necesaria, sino qué tipo de música estamos dispuestos a aceptar en nuestras vidas.

¿Acaso hemos sucumbido al nihilismo que la música, en su esencia dionisíaca, debería contrarrestar? ¿Hemos renunciado a la búsqueda de la belleza en la armonía y la complejidad en favor del ruido estandarizado que nos adormece? La frase inicial de Nietzsche, en este contexto, se convierte en un espejo que debería confrontarnos. Si la vida sin música es un error, ¿qué dice de nosotros el hecho de que elijamos la música que se nos impone, la que nos exige de nosotros ninguna pasión ni compromiso, mucho menos una mínima reflexión, sino sólo una escucha molesta y pasiva? El verdadero error no está en el mundo, sino en nuestra capacidad para dejar de escuchar la melodía del ser y conformarnos con el eco hueco de la industria cultural que nos impone un Bad Bunny mientras nos hace olvidar a Mozart. La interpelación, al final, es personal: ¿qué sinfonía estamos componiendo con nuestras vidas? Y, más importante aún, ¿estamos dispuestos a dejar de escuchar el error para volver a encontrar la verdadera música, esa que representa el lenguaje universal de la humanidad?

Lisandro Prieto Femenía
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina
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La urna en disputa: cuando votar no implica cambio alguno

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Por: Lisandro Prieto Femenía

«Una de las penas por rehusarse a participar en política es que terminarás siendo gobernado por tus inferiores.»
Platón, La República, Libro I

Hoy quiero invitarlos a reflexionar en torno a un fenómeno recurrente en las democracias occidentales, a saber, la ilusión de una política decadente que ha logrado con éxito que ningún voto rompa ninguna cadena. La creencia inquebrantable en el sufragio como catalizar de un cambio profundo define una de las grandes ficciones perversas de nuestro tiempo. En los gobiernos no dictatoriales, millones de ciudadanos acuden a las urnas con la esperanza de que su voto, individual o colectivo, transforme las estructuras de poder y mejore sus vidas. Sin embargo, un examen crítico de las últimas décadas revela una realidad desoladora: los problemas estructurales persisten y, en muchos casos, se agudizan, independientemente de quién sea el degenerado de turno al que le toque asumir el poder. Esta desconexión entre la expectativa democrática y la realidad política nos invita a una profunda crítica filosófica sobre la naturaleza de nuestra participación cívica y la verdadera capacidad de incidencia del voto en un sistema que, lejos de evolucionar, parece haberse instalado en una decadencia persistente y cada vez más putrefacta.

Tengamos en cuenta que el acto de votar se ha consolidado como un ritual sagrado, una catarsis colectiva que valida la legitimidad de un sistema. Desde la niñez, se nos inculca que la democracia es el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, y que nuestra participación electoral es la máxima expresión de soberanía. Pues bien, amigos míos, esa narrativa oculta una trampa fundamental: la reducción de la política a la mera gestión administrativa y la perpetuación de un statu quo que beneficia única y exclusivamente a las élites.

Ya en la antigüedad, Platón nos advertía sobre las consecuencias de la apatía política. En su célebre obra La República, si bien criticaba a la democracia ateniense por sus excesos y su susceptibilidad a la demagogia, también subrayaba la responsabilidad de los ciudadanos. A él se le atribuye la sentencia que versa: “Una de las penas por rehusarse a participar en política es que terminarás siendo gobernado por tus inferiores” (Platón, La República, Libro I, 347c). La ausencia de ciudadanos virtuosos en la vida pública, para Platón, abre la puerta al ascenso de aquellos menos capacitados o éticos, nada más cercano a lo que podemos observar en la actualidad, donde nos encontramos con bestias analfabetas y bruscas ocupando ministerios, secretarías y, en más de una ocasión, gobernaciones e incluso presidencias de la Nación.

Por su parte, Sheldon Wolin en su obra fundamental Democracy Incorporated (2008), argumenta que la democracia moderna ha evolucionado hacia un “totalitarismo invertido”. A diferencia de los totalitarismos clásicos basados en la movilización masiva y la represión abierta, el totalitarismo invertido opera a través de la despolitización de la ciudadanía y la integración del poder corporativo en el Estado. En sus palabras, también sostiene que “las grandes empresas dominan el Estado y moldean la política en interés propio, mientras que la participación pública se limita a ritos electorales cuidadosamente coreografiados» (Wolin, S., 2008, p. 25). En este escenario, el acto de votar se convierte en una distracción, una coartada para la inacción y la resignación frente a los problemas fundamentales, desviando la atención de las verdaderas palancas del poder. Así, la apatía que Platón lamentaba se ha transformado en una política educativa de despolitización estructural cuyo único objetivo es mantener al ciudadano entretenido pero políticamente inactivo.

La alternancia entre partidos políticos de distintas ideologías ha sido una constante en el panorama político occidental, muy valorada por los medios masivos de comunicación. Ahora bien, los problemas estructurales que aquejan a nuestras sociedades, como la creciente desigualdad económica, la atroz precarización laboral, el abandono de los sistemas públicos de salud y educación y la corrupción endémica, persisten y se intensifican, con la total anuencia de los gobiernos de turno.

Al respecto, en su obra Deshaciendo el demos: La revolución silenciosa del neoliberalismo (2015), Wendy Brown analiza cómo el neoliberalismo ha desmantelado la noción misma de ciudadanía democrática, transformándola en una figura de “consumidor” o “capital humano”. La democracia, bajo esta lógica, se mercantiliza y se subordina a los imperativos económicos de un puñado de empresas y de funcionarios corruptos que no trabajan para usted, querido lector, sino para ellos mismos. Brown incluso afirma que “la razón neoliberal no es la forma de racionalidad económica entre otras, sino una forma de racionalidad totalitaria (Brown, W., 2015, p. 17), indicando con ello que, al pervertir los valores democráticos y reducir la vida a una lógica de mercado, se anula la capacidad de los ciudadanos para incidir en las políticas públicas de manera significativa. Las promesas de campaña se diluyen en la vorágine de intereses corporativos y financieros que operan por encima de cualquier voluntad popular expresada en las urnas. Asimismo, la despolitización inherente a esta lógica no sólo perpetúa las desigualdades, sino que socava la soberanía popular y la capacidad de los gobiernos para actuar en favor del bien común.

Complementariamente, bien sabemos que la desilusión política no es un fenómeno reciente. La burocratización creciente de los Estados modernos, por ejemplos, ya era una preocupación central para Max Weber quien, en su ensayo titulado La política como vocación (1919) describe la política moderna como un campo dominado por la burocracia, donde los partidos políticos se transforman en “máquinas” gestionadas por profesionales. Esta racionalización y especialización de la política terminó conduciendo a una pérdida de la pasión y el propósito original del bien común. En torno a esto, el mismo Weber nos advierte sobre la naturaleza coercitiva y despersonalizada de las estructuras de poder, señalando que “la burocracia es la forma más racional y eficiente de dominación, pero también una ‘jaula de hierro’ donde el individuo queda atrapado en una rutina racionalizada y deshumanizada” (Weber, M. ,1919, Escritos políticos, p. 86). Estas advertencias de Weber, junto a los análisis proporcionados por la Escuela de Frankfurt sobre la industria cultural y la manipulación de las masas, han alertado sobre los peligros de una democracia desprovista de sustancia, tal como hoy la podemos vivenciar.

Sin embargo, la particularidad de la decadencia política actual reside en la sofisticación de la ilusión. La posibilidad de “cambiar” cada cierto tiempo, a través del voto, ofrece una válvula de escape para la frustración social, evitando así rupturas más profundas con el sistema. Se promete un futuro mejor, se señalan chivos expiatorios y se manipulan las esperanzas de la ciudadanía, solo para que, una vez en el poder, los nuevos “salvadores” sigan el guión preestablecido por las fuerzas económicas y mediáticas que realmente ostentan el poder. Esta dinámica convierte las elecciones en un mero espectáculo, un circo que distrae a la ciudadanía de las agendas impuestas por los verdaderos portadores del poder.
Consecuentemente, la persistente creencia de que el voto es el instrumento supremo para un cambio genuino, a pesar de la evidencia abrumadora de lo contrario, nos sumerge en un ciclo perpetuo de esperanza y desilusión. La alternancia de gobierno no ha logrado desmantelar las estructuras de poder que consolidan la desigualdad, precarizan la vida y ponen en jaque el futuro de la gran mayoría de los habitantes de este planeta. La política decadente no es sólo una simple disfunción, sino una ilusión cuidadosamente construida que nos mantiene cautivos en un juego predeterminado que nos separa mediante grietas ficticias que sólo le sirve a la demagógica para mantener sus negocios, por izquierda y por derecha por igual.

En este panorama, la pregunta fundamental ya no es “a quién votar”, sino ¿cómo podemos desmantelar las estructuras que perpetúan esta ilusión y recuperar la política como un espacio de verdadera transformación? Si el voto, tal como se lo concibe hoy, no es la herramienta para romper las cadenas, ¿qué formas de acción cívica y comunitaria debemos construir para resistir la mercantilización de la vida y la despolitización de la ciudadanía?

Además, frente a la desilusión y la apatía, urge la siguiente reflexión: ¿Será que la decadencia política se alimenta de la retirada de las mentes más sensatas y éticas de la arena pública? Si, como intuía el gran Platón, la ausencia de los mejores en la política condena a la sociedad a ser gobernada por los peores, entonces, ¿cuál es nuestra responsabilidad individual y social para incentivar la participación de aquellos ciudadanos con vocación de servicio, visión crítica y compromiso genuino con el bien común? ¿Estamos dispuestos a ir más allá de la urna, a enfrentar la incomodidad de la acción directa y la construcción de alternativas por fuera de los circuitos de poder establecidos, o seguiremos atrapados en el ciclo de la ilusión y la inacción? El despertar de esta ficción exige no sólo una crítica aguda, sino también una profunda revalorización de la política como esfera de acción transformadora, impulsada por la participación consciente y sensata de todos, sí, todos, porque mientras uno cede a la desidia, los delincuentes acceden al poder.

Lisandro Prieto Femenía
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina

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Cuando la tibieza eclesiástica es funcional al genocidio

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Por: Lisandro Prieto Femenía

“La Iglesia no es de este mundo, pero está en este mundo para transformarlo” Jaques Maritain, Humanismo Integral, 1936, p. 250

Cuando hace apenas unos días exploramos la ficticia posibilidad de una “potente interposición sacra” por parte del Sumo Pontífice León XVI en la zona del conflicto bélico, nos adentramos en el reino de lo trascendente, en la esperanza de que lo divino pudiera manifestarse con fuerza transformadora en el curso de los eventos humanos. Hoy, esta noble aspiración se estrella contra la brutal realidad de Gaza. El bombardeo de la única iglesia católica, la Iglesia de la Sagrada Familia, que ofrecía refugio a inocentes- cristianos y musulmanes por igual-, no es meramente un acto de violencia bélica sino que se trata de una afrenta directa al corazón de la fe, una herida abierta al cuerpo místico de la Iglesia y un desafío a la misma noción de interposición política por parte de la actual cúpula del Vaticano.

El testimonio lacerante del sacerdote argentino Gabriel Romanelli, sobreviviente de este ataque infame, nos arrastra a la médula de la inhumanidad. Su relato de la metralla irrumpiendo en un santuario, las muertes de ancianas y el sufrimiento de los heridos, no sólo expone la crueldad de la guerra, sino que obliga a cuestionar la presencia misma de Dios en medio de semejante calvario. “¿Por qué el mal?”, se preguntó en su momento San Agustín en su búsqueda por comprender la malicia en un mundo creado por un Dios bueno y afirmando que el mal no tiene una existencia sustantiva propia, sino que es una privación del bien, una ausencia. Sin embargo, en Gaza, esta “privación” se manifiesta con una materialidad devastadora, revelando una abismal carencia de humanidad y de toda forma de bien. Las acciones del Estado de Israel, lejos de estar enfocadas en un conflicto puntualizado, se han expandido hacia una violencia indiscriminada que golpea a la población civil, incluyendo a la comunidad cristiana, la cual, lejos de ser un “enemigo”, es un eslabón vital de la presencia milenaria de la fe en Tierra Santa.

Ante esta calamidad impune, la respuesta de las jerarquías eclesiásticas se convierte en un foco de dolorosa reflexión. Concretamente, la tibieza del Cardenal Pietro Parolin, Secretario de Estado del Vaticano, es dolorosamente palpable. Sus declaraciones, que describen la situación como “insostenible” y una “guerra sin límites”, aunque correctas en su diagnóstico, carecen de la indignación moral y la contundencia profética que la ocasión exige. Abogar por “aclaraciones” y condicionar una mediación de “ambas partes” en medio de un genocidio en ciernes, puede interpretarse como una claudicación ante la realpolitik que ignora el imperativo evangélico. En este punto, traemos la reflexión de Jacques Maritain, quien, al hablar de la acción cristiana en el mundo, insistía en que la Iglesia no podía ser ajena a las cuestiones temporales, sino que debía actuar como fermento de la justicia. La “interposición sacra”, en este contexto, demanda una voz que no sólo pronuncie una tenue lamentación, sino que condene y actúe.

Aún más inquietante resulta la percibida confusa postura del Papa León XIV. Si bien un gesto pastoral como el intento de contacto con el padre Romanelli es un bálsamo, la ausencia de una denuncia explícita, directa y enérgica por parte del Sumo Pontífice ante un ataque tan flagrante al catolicismo y a la vida de sus fieles en la cuna de la cristiandad, es motivo de profunda perplejidad. En momentos de persecución y masacre, la historia de la Iglesia ha visto a los Pontífices levantar su voz sin temor. La teología moral católica ha desarrollado el concepto de la “guerra justa”, la cual impone severas restricciones. Puntualmente, Santo Tomás de Aquino, siguiendo a San Agustín, estableció criterios como la causa justa, la autoridad legítima y la recta intención. Evidentemente, el bombardeo caprichoso y matón de una iglesia que alberga civiles desarmados no cumple con ninguno de estos principios, siendo un acto de barbarie incompatible con cualquier noción de justicia. En este contexto, la “interposición sacra” debería ser una fuerza moral que se alce con la misma vehemencia con la que Cristo expulsó a los mercaderes del templo, una fuerza que no tolere el asesinato de inocente ni la destrucción de lo sagrado.

Por su parte, el comportamiento del Estado de Israel en el conflicto actual, que se despliega con una postura avasallante, exige una denuncia que entrelace las dimensiones política, filosófica y teológica sin concesiones. Desde una perspectiva política y jurídica, la conducta de Israel en Gaza representa una flagrante violación de las normas básicas del derecho internacional humanitario y de los crímenes de guerra. La Convención de Ginebra IV (1949), en su artículo 18, establece claramente la protección de hospitales y lugares de culto al indicar que “los hospitales civiles no podrán en ningún caso ser objeto de ataque. Los lugares de culto y los establecimientos destinados exclusivamente a fines de caridad, ciencia o artes, los monumentos históricos y las obras de arte, no serán objeto de ataque”. Pues bien, el bombardeo de la Iglesia de la Sagrada Familia, que albergaba a cientos de civiles desplazados, no es más que una contravención directa al precitado principio.

Más allá de este incidente específico, la magnitud de la destrucción en Gaza, la estrategia de “castigo colectivo” mediante el bloqueo y la limitación de recursos esenciales, y el altísimo número de víctimas civiles- incluidos niños, mujeres y ancianos-, evocan las definiciones de crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad tipificadas en el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional (1998), que criminaliza la “dirigida intencionalmente ataques contra edificios dedicados a la religión, la educación, el arte, la ciencia o con fines de beneficencia, o monumentos históricos, a condición de que no sean objetivos militares” (Artículo 8.2. b. ix). La persistencia de estas acciones, a pesar de las condenas internacionales y las advertencias de organismos como la ONU, revela una política bravucona que se posiciona por encima de la legalidad global, socavando el sistema de justicia internacional y estableciendo un peligroso antecedente de impunidad.

Desde un punto de vista filosófico, esta conducta expone un colapso de la moralidad universal. La razón práctica kantiana postula el imperativo categórico, que exige actuar de modo que la máxima de tu acción pueda convertirse en ley universal. Un Estado que arrasa con cientos de miles de civiles inocentes, destruye infraestructura vital y bombardea lugares de culto, no puede esperar que su conducta sea universalizable sin sumir al mundo en la anarquía y en la barbarie. Pensadores de la ética de guerra como Michael Walzer, en su obra “Guerras justas e injustas” (1977), establecen límites estrictos a la conducción de la guerra (jus in bello). La distinción entre combatientes y no combatientes es fundamental, y el principio de la “inmunidad de los no combatientes” es la piedra angular de cualquier moralidad bélica. Puntualmente, Walzer afirma que “es una regla que los no combatientes no deben ser atacados intencionalmente” (Walzer, Guerras justas e injustas, 1977, p. 147). Así, el patrón de la destrucción en Gaza, con miles de muertes civiles, sugiere que esta inmunidad ha sido sistemáticamente ignorada, cuando no directamente atacada. La justificación de tales acciones bajo la retórica de la “seguridad” o la “legítima defensa” se desmorona ante la desproporción y el carácter indiscriminado del uso de la fuerza letal. La lógica que subyace a estas acciones parece ser una de aniquilación, donde la vida del “otro” es desvalorizada completamente y el imperativo moral de proteger al inocente es relegado a una conveniencia táctica.

Desde una perspectiva teológica, la postura del Estado de Israel, al arrasar con civiles y sitios sagrados, representa una profunda profanación de la creación y una afrenta directa a la imagen de Dios en el ser humano. Para las tres religiones abrahámicas, la vida humana es sagrada, un don de Dios. El Antiguo Testamento, la base de la fe judía, contiene mandatos explícitos contra el asesinato de inocentes (Éxodo 20:13: «No matarás»). El principio de Pikuach Nefesh en el judaísmo, que valora la vida por encima de casi todas las demás leyes, es traicionado cuando las acciones militares resultan en la masacre indiscriminada. La destrucción de lugares de culto, como la Iglesia de la Sagrada Familia, no es solo un daño material, sino un claro acto de desacralización. Estos espacios son considerados morada de lo divino, puntos de encuentro entre el cielo y la tierra.

La teología cristiana, en particular, ve a cada persona como imagen y semejanza de Dios (Imago Dei). Atacar al inocente es atacar al propio Dios. Al respecto, el Cardenal Carlo Maria Martini, jesuita y erudito bíblico, en sus reflexiones sobre la paz, a menudo enfatizaba que “la paz no es sólo la ausencia de guerra, sino la obra de la justicia” (Martini, Conversaciones nocturnas en Jerusalén, 2008). Las acciones en Gaza, al estar desprovistas de justicia y caridad, no solo impiden la paz, sino que generan una espiral de odio que niega cualquier posibilidad de redención o reconciliación en el futuro. La promesa de la Tierra Santa como lugar de bendición se convierte, por la acción humana, en un valle de lágrimas y una blasfemia contra la misma voluntad divina.

La paz, en este panorama desolador, no puede ser un mero deseo piadoso. Debe ser una demanda vehemente, basada en la justicia y en la protección incondicional de la dignidad de cada ser humano. La “interposición sacra” que en mi artículo anterior imaginaba no puede ser un concepto pasivo o etéreo, sino que debe encarnarse en la voz de aquellos que tienen la autoridad moral para denunciar la iniquidad, en la acción valiente de quienes extienden su mano a los sufrientes, y en la conciencia colectiva que se niega a la indiferencia banal y cómplice del mal. Sólo así, levantando nuestra voz contra la barbarie y exigiendo responsabilidad a quienes la perpetraron, podremos aspirar a que la paz no sea un sueño distante, sino una realidad palpable para los habitantes de Gaza y para todos aquellos que sufren bajo el yugo de la injusticia y la violencia.

Lisandro Prieto Femenía
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina

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