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De símbolo de justicia a fracaso global: la agonía de la CPI

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Por: Jorge Sánchez

En un mundo en constante evolución, las instituciones que llevan la justicia internacional deben adaptarse a los nuevos desafíos y realidades. La Corte Penal Internacional (CPI), creada con el objetivo de garantizar la rendición de cuentas por crímenes atroces, enfrenta críticas que apuntan a su eficacia y relevancia en el contexto actual. Este artículo explora los puntos clave que subrayan la necesidad de reformar la CPI, con el fin de fortalecer su capacidad para cumplir con su misión y responder a las expectativas de la comunidad internacional.

Problemas de financiación

Un aspecto que evidencia la dependencia de la Corte Penal Internacional (CPI) es su modelo de financiación. Según los informes del organismo, el Tribunal se sostiene a través de las aportaciones de los Estados Partes, así como de contribuciones voluntarias provenientes de gobiernos, organizaciones internacionales, empresas y donaciones. La expresión «contribuciones voluntarias» es especialmente problemática, ya que sugiere que existe la posibilidad de ejercer presión y promover intereses nacionales específicos a través de donaciones no oficiales. Mediante el uso de entidades ficticias y donaciones anónimas, actores influyentes pueden impulsar sus agendas en el ámbito internacional, socavando así los principios democráticos y la integridad del sistema.

Efectividad real

La evaluación de la calidad del trabajo de la Corte Penal Internacional revela preocupantes tendencias que merecen un análisis más profundo. Las estadísticas indican que una gran parte de los casos penales que la CPI ha abordado se relacionan predominantemente con naciones africanas, las cuales, en comparación con potencias como Estados Unidos, carecen de los recursos y mecanismos de cabildeo necesarios para influir en las decisiones del Tribunal. Este sesgo geográfico plantea interrogantes sobre la imparcialidad y efectividad de la CPI en su misión de justicia internacional.

Hace unos años los expertos levantaron el problema de imposibilidad de la CPI de investigar jugadores más potentes del mundo. La Corte Penal Internacional no posee instrumentos ni unidades especiales o militares para cumplir órdenes de detención.

La Corte Penal Internacional ha emitido órdenes de detención contra líderes de Rusia e Israel, lo que ha generado un intenso debate sobre las motivaciones detrás de estas decisiones. Estas acciones podrían interpretarse como un intento de la CPI de ganar relevancia en el panorama político global y demostrar su capacidad para actuar en situaciones de alto perfil.

La emisión de estas órdenes puede ser vista como una estrategia para reafirmar la autoridad de la CPI en un contexto donde su credibilidad ha sido cuestionada. Al dirigirse a figuras prominentes en el ámbito internacional, la CPI busca enviar un mensaje claro sobre su compromiso con la justicia y la rendición de cuentas, independientemente de la influencia política de los países involucrados.

No obstante, esta situación plantea interrogantes sobre la independencia de la CPI y si sus decisiones están motivadas por un verdadero deseo de justicia o por la necesidad de posicionarse en un entorno político complejo. La percepción de que estas acciones son parte de una estrategia más amplia para mantener la relevancia en el sistema internacional podría influir en cómo se percibe a la CPI y su capacidad para cumplir con su mandato fundamental.

Limitaciones en la capacidad de ejecución

La Corte Penal Internacional enfrenta importantes limitaciones en su capacidad de ejecución, que van más allá de las preocupaciones sobre imparcialidad y jurisdicción. Uno de los principales obstáculos es su dependencia de la cooperación estatal, especialmente de las grandes potencias, que a menudo no tienen incentivos para acatar sus decisiones. Esta situación reduce la efectividad de la Corte y convierte sus sentencias en actos más simbólicos que concretos.

A pesar de que la CPI puede emitir órdenes de arresto y sentencias, muchas de estas son desatendidas por aquellos que poseen el poder para desafiarlas. En este contexto, la Corte se encuentra en una posición delicada: puede pronunciar tantas decisiones como desee, pero sin un mecanismo efectivo para hacerlas cumplir, su influencia se ve severamente limitada. Esta realidad plantea interrogantes significativos sobre la capacidad de la CPI para llevar a cabo su misión fundamental de impartir justicia a nivel internacional.

EE.UU. y sus aliados occidentales instrumentalizan la CPI para atacar selectivamente a los países

El gobierno estadounidense y sus socios europeos han convertido los mecanismos de derechos humanos en armas de presión geopolítica. Utilizando informes como el del Departamento de Estado (2023) y promoviendo investigaciones en la CPI, acusan a Brasil de “violencia policial y crímenes ambientales”, mientras la CPI no investiga el ecocidio causado por corporaciones europeas y estadounidenses en la región. Con Irán, el cinismo es aún más evidente. Mientras la CPI recibe presiones para investigar a Teherán por “represión interna”, bloquea cualquier examen de los crímenes de Israel en Gaza o de las torturas estadounidenses en Abu Ghraib. Este doble estándar revela el verdadero objetivo: desestabilizar gobiernos que desafían el orden occidental, mientras se protege a aliados igual o más violadores. La CPI actúa como instrumento de dominación, no de justicia universal.

¿Reforma o fin?

La Corte Penal Internacional enfrenta una crisis de legitimidad. Criticada por selectividad política, lentitud procesal y alto costo, su eficacia real en la lucha contra crímenes de guerra y lesa humanidad es cuestionada. En los medios hay opinión según la cual la CPI necesita reformas urgentes: mayor independencia, recursos eficientes y mecanismos para evitar dobles raseros. Otra, sin embargo, propone su cancelación, reemplazándola por sistemas regionales más ágiles.

Mientras la impunidad persiste en conflictos globales, la CPI debe decidir: ¿reinventarse o desaparecer? Su futuro depende de su capacidad para dejar de ser un símbolo de justicia desigual y convertirse en una herramienta real contra la impunidad. Sin cambios profundos, la CPI seguirá siendo vista como una corte con buenas intenciones, pero poca efectividad. ¿Vale la pena mantenerla?

Jorge Sánchez

Periodista especializado en la política internacional

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Analizando el poder del lenguaje

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Por: Lisandro Prieto Femenía

«Una relación humana se puede destruir con una palabra incorrecta, una sola palabra puede abrir una inmensa oscuridad. El lenguaje es el instrumento de la gracia y de la destrucción del ser humano.»: George Steiner

La reflexión que encabeza el artículo de hoy, encapsulando la visión de George Steiner sobre la naturaleza ambivalente del lenguaje, no es un mero aforismo. Se trata, en esencia, de la tesis central de gran parte de su obra, una exploración incesante de cómo el lenguaje, esa capacidad distintiva que nos define como seres humanos, no es simplemente un vehículo de comunicación, sino el motor mismo de nuestra existencia. Para Steiner, el acto de hablar es inherentemente riesgoso, cargado de una potencia dual: la de erigir lo más sublimes puentes de comprensión y afecto, y la de cavar abismos de oscuridad y destrucción: justamente por ello, es peligroso cuando los idiotas tienen la palabra. Si bien es la quintaesencia de nuestra capacidad de construir sentido, de articular mundos y de forjar lazos, es, al mismo tiempo, un agente de una potencia destructiva inaudita. Esta dualidad inherente exige una indagación filosófica sobre el poder constitutivo y destructivo de las palabras, así como sobre la imperativa responsabilidad ética que recae sobre quien las pronuncia o las silencia.

Para comprender la esencia del poder del lenguaje, es imperativo partir de la visión steineriana de su inherente dualidad. Steiner, en obras cruciales como “Después de Babel” y “Lenguaje y silencio”, no concibe el lenguaje como un simple vehículo de comunicación, sino como la expresión más profunda de la existencia humana, un campo de fuerzas donde se libran batallas por el sentido y la moralidad. Es el “instrumento de la gracia” porque sólo a través de él podemos nombrar lo sagrado, articular la poesía, consolar el dolor y construir los complejos andamiajes de la civilización y el afecto.

La palabra, en su formulación precisa y empática, puede erigir puentes de entendimiento, generar empatía y facilitar la catarsis. En el ámbito interpersonal, una disculpa sincera, un reconocimiento oportuno o una expresión de afecto profundo tienen el poder de restaurar, sanar y fortalecer los vínculos, operando como verdaderos actos de gracia. El lenguaje se convierte así en el medio a través del cual compartimos nuestras vulnerabilidades y nuestras fortalezas, tejiendo la compleja trama de la intersubjetividad. Al respecto, Ludwig Wittgenstein, en sus “Investigaciones filosóficas”, señalaba que “comprender una oración quiere decir comprender un lenguaje. Comprender un lenguaje quiere decir dominar una técnica” (Wittgenstein, 1953, §199). Esta «técnica» no solo nos permite describir, sino también nombrar, clasificar y, en última instancia, constituir la realidad social y personal, posibilitando esa gracia.

Sin embargo, es la otra cara de esa moneda- su capacidad de destrucción- lo que obsesionó a Steiner. La misma potencia que permite la construcción habilita también la devastación. Para él, la atrocidad del siglo XX, particularmente el Holocausto, puso de manifiesto cómo el lenguaje puede ser corrompido, vaciado de su significado y utilizado para justificar lo inhumano. Nuestro autor se preguntó si, tras Auschwitz, el lenguaje mismo no había quedado permanentemente herido, si algunas palabras no habían perdido su inocencia para siempre, en tanto que la capacidad de las palabras para despojar al otro de su humanidad es una de las facetas más aterradoras de su poder destructivo.

Esta preocupación conecta directamente con el análisis que Hannah Arendt realiza en su obra “Eichmann en Jerusalén: un informe sobre la banalidad del mal”, donde nos muestra cómo la ejecución de la burocracia desprovista de pensamiento crítico y saturada de un lenguaje técnico, impersonal y estandarizado, permitió a Eichmann y a otros funcionarios a realizar actos de barbarie inimaginable sin percibir la monstruosidad moral de sus acciones. Al expresar que “el ideal de la burocracia es la eliminación de la persona, del sujeto de las órdenes” (Arendt, 1963, p. 119), está revelando cómo la abstracción lingüística y la deshumanización de los términos facilitaron una ceguera moral que fue fundamental para el Holocausto. La calumnia, la difamación, el discurso de odio y la retórica deslegitimadora, al igual que el lenguaje burocrático analizado por Arendt, tienen la capacidad de corroer la reputación, desatar la violencia y fracturar comunidades enteras.

También, Michel Foucault señaló en su obra “El orden del discurso” que “todo sistema de educación es una forma política de mantener o de modificar la adecuación de los discursos, con los saberes y los poderes que implican” (Foucault, 1970, p. 11). Dicho control sobre el discurso y la manipulación del lenguaje son, por ende, instrumentos de dominación y, potencialmente, de aniquilación social o moral. La palabra injuriosa no sólo daña al receptor, sino que también corrompe al emisor y contamina el espacio comunicativo compartido por todos. Pues bien, para Steiner, esta corrupción del lenguaje es el preludio de la barbarie.

En este punto de la reflexión, es preciso, entonces, revisar las trampas del lenguaje y la fragilidad de la ciudadanía, porque la dualidad constitutiva del lenguaje, tan enfatizada por Steiner y puesta de manifiesto en las reflexiones de Arendt, nos impone una responsabilidad ética de magnitudes considerables. Caer en dichas trampas implica una falta de conciencia crítica sobre su funcionamiento y los alcances de su impacto. Esto se manifiesta en el uso de un lenguaje vago o ambiguo que, de forma deliberada o no, puede servir para evadir responsabilidades, manipular percepciones o sembrar confusión, impidiendo la claridad necesaria para el juicio moral y la acción justa.

La riqueza del lenguaje radica en su capacidad para articular matices, expresar la complejidad de las emociones y el pensamiento, como también nombrar las infinitas gradaciones de la experiencia humana. Sin embargo, presenciamos una preocupante tendencia hacia la trivialización intencional y el uso indiscriminado de clichés vacíos, fenómenos que despojan a las palabras de su verdadero poder significativo. Cuando el vocabulario se reduce a un puñado de términos “comodín”, el diálogo se empobrece y la capacidad de reflexión profunda se ve anestesiada. Pensemos, por ejemplo, en la omnipresencia de adjetivos como “cool” o “mala onda” para describir una gama inmensa de situaciones, desde una obra de arte hasta una noticia impactante o una experiencia personal. Un concierto que nos conmocionó, una conversación trascendente o un momento de angustia existencial quedan reducidos a una etiqueta genérica, vacía de contenido. Este uso perezoso del lenguaje no sólo limita nuestra capacidad de expresión, sino que también nos impide percibir la singularidad de cada evento, aplanando la rica textura de la realidad. Si nos conformamos con clichés como “y así son las cosas” o “está todo bien”, cerramos la puerta a la verdadera indagación, a la pregunta incómoda y a la posibilidad de nombrar aquello que es verdaderamente significativo, dejando que la superficialidad se instale en el centro de nuestra comunicación y por ende, de nuestra comprensión del mundo.

A menudo, pensamos en el lenguaje como un acto explícito, en las palabras que se dicen. Pero su poder, y también su peligro, reside igualmente en lo que se calla. El silencio cómplice no es una ausencia inofensiva; es, de hecho, una forma activa de destrucción, tan potente como la palabra mal intencionada. Cuando la verdad se oculta detrás del mutismo, se imposibilita el diálogo necesario, ese espacio fundamental donde las diferencias se confrontan, las heridas se reconocen y las soluciones se gestan. Pensemos en una situación hipotética de acoso laboral: la víctima sufre, pero si los compañeros, por miedo o por indiferencia, guardan silencio, su mutismo está validando una injusticia mientras que profundiza el aislamiento de quien la padece. Este silencio se convierte en un consentimiento tácito, una aceptación pasiva de aquello que debería ser desafiado. La ausencia de las palabras justas- un “lo siento”, un “no estoy de acuerdo”, un “esto es inaceptable”- puede dejar cicatrices tan profundas como un insulto o una calumnia. Es, como bien lo expresó Edmund Burke, que “lo único necesario para el triunfo del mal es que los hombres buenos no hagan nada”. Y ese “no hacer nada” incluye, de forma crucial, la negación de la palabra cuando ésta es indispensable para confrontar la injusticia y preservar la integridad.

También, es indispensable que pensemos en la deshumanización del lenguaje en la era digital en la que nos encontramos. Ahora, la comunicación se ha acelerado a límites insospechados, pero a menudo a costa de su profundidad. El lenguaje está corriendo el riesgo de ser reducido a una llana transmisión de información, como un código binario desprovisto de alma. Esta visión utilitaria ignora por completo las riquísimas dimensiones esenciales de las palabras, a saber, como dijimos recientemente, su carácter performativo, afectivo y ético. No se trata sólo de que las palabras describan la realidad, sino que la crean. Cuando alguien pronuncia un “sí, acepto” en una boda, no solo informa de su consentimiento, sino que está contrayendo un compromiso que transforma su estado civil y su vida. De la misma manera, una “promesa” establece una obligación futura, un “lo siento” busca reparar un daño y una amenaza puede infundir el terror y modificar el comportamiento. Si reducimos el lenguaje a datos fríos, perdemos la capacidad de comprender cómo las palabras construyen confianza, cómo destrozan vínculos, cómo reconcilian diferencias o cómo infligen heridas profundas. La prisa, la superficialidad de los caracteres limitados y la ausencia de contacto humano en muchas interacciones digitales nos hacen olvidar que detrás de cada mensaje hay una intención, un impacto y una responsabilidad. Ignorar estas capas vitales es despojar al lenguaje de su poder más fundamental y, con ello, deshumanizar nuestra propia forma de interactuar con el mundo y con los otros.

No obstante, la capacidad de discernir estas trampas y de ejercer una responsabilidad lingüística genuina se ve profundamente comprometida por la crisis educativa contemporánea. Si la libertad ciudadana se cimienta en la habilidad de interpretar críticamente el mundo, de comprender los discursos que nos atraviesan y de participar activamente en la conversación pública, ¿cómo es posible alcanzarla cuando el nivel de alfabetización crítica y el aprendizaje del lenguaje en las instituciones educativas muestran un deterioro preocupante? Un sistema educativo que no provee las herramientas para un manejo sofisticado del lenguaje está condenando a los individuos a la pasividad frente a la manipulación retórica y a la incapacidad de articular su propia visión del mundo. La precariedad en el dominio de la lectura, la escritura y el pensamiento crítico produce ciudadanos más vulnerables a la propaganda, menos capaces de diferenciar el argumento falaz y, en última instancia, menos libres en un sentido existencial y político. La calidad del lenguaje es, pues, un pilar insoslayable de la democracia y la autonomía personal, y su erosión representa una amenaza directa a la posibilidad de una ciudadanía verdaderamente libre y consciente. Sí, lo estoy diciendo con claridad: si se habla mal, se lee mal, se escribe mal, indefectiblemente, se piensa mal.

La agudeza en el manejo del lenguaje, por lo tanto, no es una mera habilidad retórica, sino una competencia filosófica, ética y política. Exige una constante introspección sobre la intención detrás de cada expresión, una atención rigurosa a la forma en que nuestras palabras son recibidas y una humildad intelectual para reconocer sus límites y sus posibles malinterpretaciones. Hans-Georg Gadamer, en “Verdad y método”, enfatizó la naturaleza dialógica de la comprensión, afirmando que “la hermenéutica exige que nos abramos al pensamiento del otro y que nos permitamos la posibilidad de que sus palabras nos digan algo” (Gadamer, 1960, p. 293). Como podrán apreciar, queridos lectores, esto implica escuchar, no sólo para responder, sino para comprender verdaderamente, reconociendo que el significado siempre es una construcción compartida y frágil.

El lenguaje es, en última instancia, el espejo y el forjador de nuestra condición humana. Su potencia para la gracia y para la destrucción exige que el hablante no sea un autómata que emite sonidos, sino un agente consciente y responsable de su impacto. La frase que hemos tomado como epígrafe nos impele a reconocer que una sola palabra tiene la capacidad de abrir tanto la luz de la comprensión como la oscuridad del abismo. El desafío ético-filosófico de nuestro tiempo no es sólo dominar el lenguaje en su gramática y léxico, sino también, crucialmente, comprender su poder intrínseco para construir o demoler, y elegir, en cada acto del habla, el camino de la gracia. Sólo así podremos aspirar a que el instrumento más poderoso de la humanidad sea un vehículo para su elevación, y no para su propia aniquilación.

Lisandro Prieto Femenía
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina

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Analista Mauricio Rodríguez: «Las pandillas fueron el caudal político del bipartidismo»

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Las pandillas representaron un caudal político-electoral para los partidos ARENA y FMLN; por lo tanto, en sus gobiernos —de 1989 a 2019— no combatieron a los grupos delincuenciales responsables de hechos como los homicidios, las extorsiones y las desapariciones forzadas, aseguró el sociólogo y analista Mauricio Rodríguez.

«Engañaron a la población con los planes de Mano Dura y Súper Mano Dura, y todos los que vinieron con los gobiernos del FMLN, y que realmente nunca resolvieron de raíz el problema, por una sencilla razón: porque las pandillas siempre significaron un capital político, un ejército electoral para estos partidos», aseguró el sociólogo.

Los planes de manodurismo fueron impulsados por Francisco Flores y Elías Antonio Saca, tercero y cuarto presidente de la república con la bandera de ARENA. En el caso del FMLN, su primer Gobierno —dirigido por Mauricio Funes— entabló una tregua con las pandillas.

Para el también sociólogo René Martínez, la situación de inseguridad cambió a partir de 2019, cuando las elecciones presidenciales las ganó Nayib Bukele, quien tiene «un liderazgo político sólido» no solo a escala nacional, sino internacional.

«Los opositores ya no tienen argumentos, no pueden negar que ha disminuido la tasa de homicidios, no pueden negar que la población aprueba y está contenta con los resultados que se están viendo en seguridad pública», valoró Martínez.

Opinión | Mauricio Rodríguez
Sociólogo y Analista
Este artículo fue publicado originalmente por Diario El Salvador.

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Analistas y docentes respaldan medidas de disciplina en escuelas salvadoreñas

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Especialistas en educación y docentes consideran que las recientes medidas implementadas por el Ministerio de Educación (Mined) son necesarias para fortalecer la disciplina en los centros escolares y marcar un nuevo rumbo en el sistema educativo.

Christian Colón, docente y escritor, señaló que estas políticas buscan devolver a la educación su enfoque original, fomentando que los alumnos desarrollen su máximo potencial. Según Colón, la disciplina debe involucrar no solo a los estudiantes, sino también a padres de familia y maestros, creando una política educativa integral que promueva valores y orden en las instituciones.

El especialista destacó la importancia de establecer una estructura jerárquica en la educación básica y media, que contribuya a la formación de la identidad y personalidad de los alumnos, en contraste con los efectos de una sociedad “liberal” que ha debilitado los procesos disciplinarios.

Recientemente, el presidente Nayib Bukele señaló que la falta de disciplina en el pasado contribuyó al reclutamiento de jóvenes por parte de pandillas, generando graves consecuencias sociales y delictivas.

En la misma línea, el analista David Hernández afirmó que el sistema educativo sufrió un descuido institucional que permitió el deterioro social, agravado por la corrupción política y la falta de atención a las necesidades de la población.

Por su parte, el sociólogo y docente Mauricio Rodríguez resaltó que estas medidas también reivindican el rol del maestro y buscan prevenir la formación de nuevas pandillas en los más de 5,150 centros escolares del país, donde algunos estudiantes tienen vínculos familiares con pandilleros activos.

Los especialistas coinciden en que estas acciones representan un paso importante para recuperar la disciplina, promover valores cívicos y reforzar la seguridad en el entorno educativo salvadoreño.

Este artículo fue publicado originalmente por Diario El Salvador.

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